Nunca
habíamos viajado lejos de la patria. Mis padres ni siquiera podían alimentarnos
y vestirnos sin nuestra ayuda. Por eso cuando llegó la carta de tía Cristina
informado que yo podría por fin viajar a España para trabajar como sirvienta en
un hotel de tres estrellas, ubicado en Alicante, en casa todos fuimos muy
felices.
Celebramos
con chicha de jora nuestra bendita suerte. Nos emborrachamos. Yo ya tenía 18
años de edad y mis cuatro hermanos mayores estaban tan contentos que no le
hicieron asco a la bebida incaica que mi padre utilizaba siempre para brindar
logros familiares, aunque estos fueran tan ridículos como que la hija menor
viajara miles de kilómetros para lavar platos y tender camas de desconocidos.
No
me sorprendía que mi madre considerara que éramos benditos. Dije benditos
porque yo debería de enviar todos los meses remesas y con el tiempo así como mi
tía logró mi viaje, yo tendría que ofrecerles oportunidades reales a mis
hermanos.
Jamás
había salido de Lima, apenas había viajado en los micros, desde mi hogar
ubicado en el barrio marginal de José Gálvez hasta el centro histórico para
comprar lentes de sol que vendería en la avenida Abancay, una de las más
transitadas por ese entonces en la ciudad. Y a eso me dedicada desde que cumplí
los 13 años. Era una niña vendedora callejera.
En
verano vendía lentes de sol, de todos los tamaños y colores. Era el negocio
casi familiar, porque mi padre tenía el mismo oficio, pero lo hacía en las
playas bonitas del Sur. El podía darse el lujo de venderlas a precios altos,
por la poca competencia que tenía. Yo y mis hermanos en cambio luchábamos con
varios comerciantes que remataban sus productos. En realidad la competencia era
desleal, incluso entre nosotros, los propios hermanos.
En
cambio en invierno era distinto. Mi padre ofrecía pasteles en los paraderos de
los micros, mis hermanos y yo nos la ingeniábamos para vender en los micros
caramelos y galletas, siempre después de clases. Mis padres no permitieron que
faltáramos a clases. Por eso mis hermanos Pedro, Peter y Pablo llegaron a ser
maestros. Bueno, en realidad fueron profesionales porque lograron terminar la
secundaria, pero solo fue gracias al dinero que yo enviaba puntual que ellos
lograron terminar la universidad.
Pero
lamentablemente eran épocas en que ser profesional no era sinónimo de un futuro
mejor. Mi país era un caos. Un hombre tan guapo como joven e irreverente fue
elegido para gobernar. Un noche—dicen sus más grandes detractores—tras dos años
de aparente excelente administración se le ocurrió que el Estado debería de
tener el control de los bancos, así que un día anunció en uno de esos mítines
multitudinarios al cual tenía acostumbrado a sus más acérrimos simpatizantes
que nacionalizaría la Banca. Los empresarios banqueros amenazaron con tomar
medidas radicales. Pero él digno y fiel a sus principios de izquierda y de
igualdad continuó con su proyecto nacionalista. Ese fue el fin de una época
decente para los peruanos. El caos, la escasez, las huelgas, los coches bombas
que explotaban en cualquier lugar en nombre de la dignidad de los más pobres,
los muertos en la sierra, la tristeza de las viudas de los campesinos, de los
militares y policías confluían con el desconsuelo de sus hijos, ahora huérfanos
en un país que no tenía orden ni ofrecía garantías para sobrevivir.
En
ese contexto mis hermanos me solicitaron venirse conmigo a Alicante. Yo ya
tenía 25 años de edad, llevaba 7 años en un país que no era el mío y el cual no
conocía tanto como cualquiera imaginaría. Vivía en el hotel donde trabajaba 12
horas como mucama. Y aunque los domingos –días de mi descanso--paseaba por los
lugares más bonitos de Alicante, así como jamás intenté de niña salir de mi
zona de confort y protección de Lima, jamás me animé a visitar lo hermosos
lugares que tenía España. Es que en realidad amaba Alicante, me parecía el
paraíso prometido. Solo conocía los lugares bonitos de esa zona costera y
estaba fascinada por todo lo que mis ojos contemplaban. Edificios inmensos
dispersos en la ciudad, señoras elegantes que caminaba apuradas y felices a
lugares que nunca descubrí y que ni siquiera imaginaba que existieran.
Pensaba
por esos días que uno siempre añora lo que no tuvo. Yo amaba esas playas
inmensas y de arenas limpias, lugares ideales para fogatas tertulias entres
amigos. Desde el hotel podía ver un castillo, no era tan grande como los
imaginé, pero era precioso y estaba frente a mí. Mi timidez no me permitió
atreverme a visitarlo.
Mi
primer día en Alicante fue inolvidable. En realidad todo comienzo de una nueva
vida es inolvidable, pero para mí lo era en especial, porque ser la primera vez
que tenía un cuarto para mi sola. Mi tía Cristina, gracias a su honradez y buen
servicio, no solo había logrado recomendarme sino que pudo conseguir una buena
habitación para mí en ese hotel. Mi tía también vivía en un cuarto junto al
mío, con su esposo y su gata Ceci. Mi tía se conmovió tanto al verme llorar de
emoción que esa noche me llevó a cenar a un restaurante de la ciudad. Era una
fonda modesta—según ella—pero para mí que jamás había ni almorzado en un
restaurante, era el lugar más hermoso del mundo. Me es imposible recordar el
plato que comimos, pero era un arroz de colores rojizos con harta carne y
pollo. Mi tía me dijo que era un restaurante extranjero de los que abundan en los
países europeos y que tiene tanta acogida por los españoles. Yo le dije que la
comida era lo más rico que había probado en mi vida. “Seguro, probarás mejores
manjares. En Alicante se come rico. Además, la comida del hotel es muy buena.
Solo tienes que ser honrada y servicial y tendrás tu vida asegurada”, me dijo
antes de irse a dormir.
Esa
noche no pude dormir. Recordaba la despedida de mis padres esa madrugaba en el
aeropuerto. Mi madre no lloraba y solo me abrazaba con una fuerza que me
desconcertó, ya que ella siempre fue una mujer muy pequeña y débil. Mi padre,
en cambio era alto y de gran fuerza, pero él no mostraba ningún signo de
emoción en su rostro. Estuvo serio como siempre. Seguro preocupado porque al
día siguiente estaría tan cansado que no iría a vender sus empanadas en el
terminar de buses. Mis hermanos no nos acompañaron esa noche, nuestra despedida
fue en casa, con solo un adiós con las manos, como si nos fuéramos a ver muy
pronto. Ellos hubieran querido que tía Cristina los eligiera, pero ella mandó
por mí.
En
realidad tía Cristina y yo siempre fuimos muy amigas. Ella era la menor de las
hermanas de mamá y fue mamá quien la crio. Pero un día decidió abandonarnos e
irse a otro país. Trabajaba en casa de una señora en Miraflores y tenía una amiga
dueña de un hotel en Alicante, así que recomendó a mi tía. La señora patrona de
mi tía se iba a vivir a Inglaterra, pero pasaría unos meses en España y
necesitaba de mi tía para continuar el cuidado de sus hijos en el verano. Ya en
Inglaterra no la necesitaría porque los niños estudiarían en un internado. Así
que mi tía cumplidos sus 20 años nos dejó. Yo la extrañé horrores. Pero a veces
ella enviaba postales de Alicante. Se tomaba fotos en las plazas, en los
parques, en la playa, en sus fiestas populares. Ella era muy alegre y sociable,
por eso al comienzo me apenaba que en sus fotos siempre estuviera sola. Pero de
pronto un día nos envió una postal con su gata Ceci. Luego otra con Juan, con
unas palabras que decían: “Con Juan, el verdadero dueño de Ceci”. Ceci, una
gata negra, se había perdido y mi tía lo encontró desconcertada en los parques
de Alicante. Nunca nos contó la historia, pero meses después envió unas fotos
de su boda con Juan. Cuando conocí a Juan los primeros días de mi estadía en
Alicante, comprobé por qué tía Cristina lo había elegido como compañero de
vida. Era un hombre bueno y alegre, trabajador y responsable, divertido y
hogareño. Aún no tenían hijos y ese era su deseo más anhelado. Por eso mandaron
por mí. Mi tía dejaría de trabajar en el hotel y yo era su reemplazo. Ellos
planeaban abrir un restaurante cerca de la playa. Tenían ahorros y era posible
el sueño que mi tía tuvo: ser madre y tener su propio restaurant.
Comprobé
por esos años que tía Cristina odiaba trabajar para otros, pero era amable y
servicial con la sola ilusión de un día ser libre y poder ser la dueña de su
destino. No era una mujer de apegos. Por eso me sorprendía que me quisiera
tanto. Durante los años que vivimos en Alicante, yo en el hotel y ella en su
negocio, jamás me preguntó por mi padre ni por mi madre y tampoco por mis
hermanos. Era como si nunca hubieran formado parte de su pasado. Un día me
confesó que las fotos y postales solo las enviaba por mí. Desde que me mudé con
ella a Alicante, jamás volvió a mandar otra.
En
realidad mi madre la crio desde que llegó a los 13 años cumplidos a vivir con
nosotros. Llegó desde el pueblo andino de Ayacucho, quizás con sueños e
ilusiones de tener una familia. Pero solo vivió dos años con nosotros. A ella
le gustaba cocinar y lo hacía muy rico, pero no le gustaba el negocio de la
familia. Era muy tímida y se avergonzaba vender en la calles de Lima. Su dejo
de serrana era motivo de burlas entre los transeúntes. Incluso muchos tramposos
se iban sin pagarle por las gafas de sol. Algunas noches ella regresaba
llorando y pidiendo no salir más. Pero era imposible, todos debíamos aportar en
el hogar. A mi madre se le ocurrió la idea de que vendieran dulces en la puerta
de la casa, pero igual siempre la desairaban y aunque sus postres eran muy
ricos y se vendía todos, las burlas por su dejo y su muy baja estatura eran
motivos suficiente para que ella no dejara de llorar todas la noches. Mi madre,
que muy de vez en cuando se las ingeniaba para lavar ropa en casas de señoras
del barrio limeño de Miraflores, logró colocarla de sirvienta. A los 16 años
empezó a trabajar como nana de unos niños, pero pronto también se volvió
cocinera, claro con el mismo sueldo, pero con un trato familiar y sensible que
hizo que mi tía dejara de llorar por las noches.
Por
esos años la vi feliz y alegre. Se volvió muy sociable y muy amiga y líder de
las nanas y sirvientas de la zona. Ya su dejo de serrana había desaparecido y
sus cabellos eran tan sedosos que yo la veía bella. Era muy querida por la
patrona, quien le regalaba ropa que ya no usaba. Como era delgada le encajaban
a la perfección, pero por su baja estatura debía de hacer algunos arreglos.
Ella se veía muy bella. Al principio nos visitaba todos los domingos y traía
comida y fruta rica. Algunas veces me regalaba ropa bonita que yo lucía con
coquetería en el barrio. Pero con el tiempo sus visitan fueron más remotas,
ella decía que odiaba el barrio, que le traía recuerdos tristes. Y era verdad.
A
veces pasaban meses sin verla. Pero yo recordaba los dos años en que
compartimos el mismo cuarto con mis tres hermanos. Éramos muy buenas amigas y
aunque algunas veces la defendía de la burla de los vecinos, ella siempre fue
triste. Algunas ocasiones me llevó a casa de su patrona, siempre en algún
cumpleaños de los niños. Yo era feliz con los dulces que emergían provocativos
de los grandes muñecones que eran rotos por los cumpleañeros. Era muy feliz,
recuerdo. Una felicidad solo comparable con las fiestas de San Juan, que se
celebran en junio en Alicante. Y aunque no se rompen muñecos de cartón, lo que
se hace es quemar ninots. En realidad es una forma que tienen acá de mandar al
infierno las malas energías y en medio de la algarabía, risas y fogatas y más
fogatas, no solo se purifica la tierra sino que se honra a los dioses y se
agradece las bendiciones divinas al hermosísimo pueblo de Alicante. Son unas
fiestas que atraen turistas de todas partes del mundo. Muchos se quedan tan
maravillados no solo por las fiestas sino por el clima y el paisaje maravilloso
que incluso se quedan a vivir. El clima caluroso y seco, combinado con el mar y
el paisaje es un imán para miles de turistas, pero también de inmigrantes como
yo, que trabajarán en hoteles y casas, como sirvientes. Pero Alicante ofrece
oportunidades de igualdad a todo que tiene el sueño de ser dueño de su propio
destino.
Muchos
inmigrantes montan negocios de comida, panaderías o tiendas de productos
típicos. Mi tía Cristina es una de ellas. Aunque no pudo abrir su restaurante,
si logró montar su panadería. Hace ricos postres limeños, como crema volteada,
tortas tres leches, alfajores limeños, merengues, leche asada y frejoles
colados. A ella, Juan y Ceci, les vas fenomenal durante las fiestas. Venden muy
bien. Yo les ayudo algunos domingos, días de mi descanso. Soy feliz en Alicante
y en verdad deseo también lograr ahorrar y montar mi tienda. A veces siento
nostalgia de mis años de vendedora ambulante en Lima. A veces también extraño a
mis hermanos y a mis padres. Pero ellos aseguran estar bien allá. Dicen que un
japonés los gobierna y que hay mayores oportunidades para los profesionales
como ellos. Ya los cabecillas de los grupos terroristas están presos y que los
militares custodian las calles. Dicen que la gente está más feliz y menos
triste. Yo les creo, pero les creo especialmente hoy, 24 de junio, día central
de las fiestas sanjuaninas, porque soy una convencida de que el poder de estas
fiestas que alejan espíritus y malas energías no solo se limita a estas tierras
situadas a orillas del Mediterráneo sino en remotos lugares ubicados al otro
lado del charco, en el Océano Pacífico.
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