viernes, 26 de agosto de 2016

DE VUELTA A CASA, Laura Valdez

—Señores pasajeros, bienvenidos a España. Si usted está de regreso, queremos desearle una bella vuelta a casa. Por el contrario, si es la primera vez que visita nuestro país…
La mujer miró por la ventanilla del avión y se preguntó en qué categoría entraría su llegada al país que la vio nacer. No sentía que fuera una bienvenida, había vuelto obligada por las circunstancias después de haber jurado, una y mil veces, que jamás volvería a su terruño.
***
—No puedes, Patricia, no puedes ignorar que papá se está muriendo.
—¿Me lo decís en serio, Alberto? ¿De verdad pretendes hacerme volver apelando a mi deber de hija? ¿Es necesario que te recuerde que papá me echó como un perro sarnoso de nuestra familia? ¿Es necesario decir que no se me permitió volver a ver a mi madre, mi hermano ni al ser que más amé en esta vida…?
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y la voz se cascó en su garganta.
—No me pidas esto, Alberto, te lo suplico. No me creo capaz de volver.
—Pero tendrás que hacerlo, hermanita. La familia te necesita ahora más que nunca. Por favor, no dejes que papá muera pensando que aún lo odias.
—Es que lo odio.
—Por favor, hermana mía…
La conversación duró aún varios minutos. Cuando colgó el teléfono, Patricia ya tenía anotado el número de vuelo que su hermano había reservado para ella.
***
Al bajarse del tren sintió que el suelo se abría bajo sus pies y que era imposible sostenerse sobre sus piernas. Intentó reconocer algo de lo que estaba viendo, pero le resultó inútil. La brisa del Mediterráneo acarició suavemente su rostro y, a sus oídos, llegaron los suaves sonidos de las olas que morían en la playa; esa caricia y esos ecos no eran como los de antaño. El pueblo de su infancia ya no existía; en su lugar, se levantaba una bellísima y moderna ciudad.
Hacía cuarenta años que había abandonado el lugar, despreciada por su padre, aborrecida por la sociedad, ahogando a su madre y a su hermano en el mayor de los dolores y dejando en el olvido al único hombre que amaría jamás. No tuvo opción, le arrebataron todo y la enviaron al otro lado del mundo, al sur de América, con unos parientes que nunca había visto, a pagar una condena que no se merecía. Su única culpa había sido amar.
La imagen del pueblo había quedado grabada en su memoria; cada día, por horas, minutos o segundos, todo su pasado le caía encima y la hacía preguntarse por qué no volvía a buscar lo que era de ella. Cada día, entonces, el miedo y la culpa la alejaban del regreso y la hacían jurarse que nunca volvería. Cuarenta años después, parada en la estación de trenes, no podía evitar el profundo extrañamiento que le producía el lugar.
A lo lejos, vio aparecer una figura; era un mendigo sucio y maloliente que deambulaba por el lugar. Patricia trató de alejarse, pero no fue lo suficientemente rápida y el hombre se acercó hasta ella
—Buenos días, guapa, ¿no tiene algo que pueda compartir conmigo?
Ella lo miró con curiosidad, la mirada derrotada y el rostro curtido calaron en lo más profundo de su alma.
—Lo siento, amigo. No tengo nada, estoy esperando que  vengan a buscarme.
—Esperar, esperar… Hace años que espero… Y el milagro se resiste —dijo el hombre, y volvió sobre sus pasos.
A los pocos minutos llegó su hermano a buscarla. El encuentro fue indescriptible; fundidos en un abrazo eterno, pretendieron recuperar el tiempo y la distancia, aunque lo sabían imposible.
—Sigues siendo la mujer más bella que he visto.
—No seas zalamero, a todas les dirás lo mismo —rio la mujer, y volvió a apretarse a su hermano, tratando de borrar toda la ausencia de esos años.
Juntos, se encaminaron a su casa.
***
—Patricia ¿dónde estás? —gritó la madre, asomándose al jardín soleado y cálido de aquel 20 de junio— ven adentro, debemos prepararnos para la fiesta, niña.
La joven, trató de escabullirse de los brazos de su amado, pero no le fue posible. Federico la abrazaba con fuerzas, casi con miedo de perderla. Estaban ocultos en la inmensa glorieta del jardín, el perfume de los jazmines inundaba el lugar y ambos se sentían en el paraíso.
—No vayas todavía, es temprano, quédate un rato junto a mí.
—No puedo, Federico, mamá va a sospechar.
—No me dejes así.
—No insistas, no puedes quedarte. Si mi padre te viera aquí te mandaría fusilar.
—Sí, lo sé. Pero daría mucho más que mi vida con tal de estar contigo por entero, en cuerpo y alma.
Patricia sintió que el ardor cubría sus mejillas. Amaba a ese hombre por sobre todas las cosas y estaba dispuesta a esperar el tiempo que hiciera falta para que su padre lo aceptara. Sin embargo, en lo más profundo de su alma, sabía que eso nunca ocurriría. Que tan solo un milagro, o una gran desgracia, le permitirían compartir la vida con ese soldadito huérfano y pobre, como una vez lo llamó su madre.
Su familia pertenecía a la más alta sociedad de Alicante; habían vivido allí por generaciones y acumulado poder político, social y económico. Ella, con sus quince años, ya había sido comprometida al hijo mayor del alcalde.
Cuando conoció a Federico, aquella lejana y fría tarde de enero en que el muchacho ofrecía sus servicios a cambio de un plato caliente de comida, nunca imaginó que llegaría a amarlo tanto. Su madre, una mujer amable y generosa, lo contrató para que se ocupara del jardín de la vivienda; poco después, con la ayuda de su padre, el joven ingresó al Ejército y fue nombrado guardia en el castillo de Santa Bárbara. Desde entonces, los encuentros habían sido a escondidas de la familia, ya nada justificaba mantener una charla, o cualquier otro tipo de contacto. Pero los jóvenes estaban enamorados y no podían luchar contra eso.
—Patricia, hija ¿dónde te has metido? Ven rápido, debemos prepararnos para la fiesta.
Federico soltó suavemente a Patricia; cuando esta comenzó a alejarse, la tomó por la cintura y acercó su boca a su oído.
—Ven esta noche conmigo, mi guardia en el castillo termina al anochecer. Podemos ir a la playa y estar juntos mientras los otros montan las hogueras. Nadie te buscará…
La joven corrió hacia su casa. Cientos de pensamientos se agolpaban en su mente y miles de sensaciones corrían por su cuerpo. ¿Qué podría pasar si fuera con su amado?
***
Parada frente a la fachada del caserón, la mujer sintió nuevamente que su cuerpo se desvanecía. « ¿Qué estoy haciendo aquí?» volvió a preguntarse, en tanto su hermano bajaba del auto con su equipaje.
El barrio estaba igual, las casonas se levantaban imponentes y majestuosas ante la vista de los visitantes. Los jardines morían al borde de las calles y, a lo lejos, se percibía el suave arrullo del mar. El sonido molesto y penetrante de la ciudad había quedado olvidado varios kilómetros atrás. Patricia siempre había amado ese lugar, la intimidad del suburbio, las calles que se extendían anchas y rectas, los jardines extensos y floridos y el aire puro del mar.
—Entremos, hermana.
La mujer ascendió lentamente los escalones hasta la soberbia puerta de entrada. Por un segundo, sintió que hacía apenas unas horas que se había alejado de allí; que su madre saldría a abrazarla y reclamarle por la demora y su padre, serio y recto, le daría las buenas noches y se iría a descansar. El frío aire que se coló por la puerta la sacó del ensueño. La casa estaba oscura, fría y tenebrosa.
Cuando sus ojos se adaptaron al interior, vio la figura del anciano sentado en una silla de ruedas. Al encontrar su mirada, reconoció en él al hombre que más había odiado durante la mayor parte de su vida; sin embargo, al descubrirlo tan viejo, tan enfermo y tan derrotado su corazón se llenó de aflicción y corrió a abrazarlo.
—¡Padre!
—Hija, perdóname, hija mía.
La mujer se hincó a su lado y una catarata infinita de lágrimas brotó sin parar. Allí postrada, lloró por la muerte de su madre, a quien nunca más había visto; por los años de su juventud, inmersos en el odio y la culpa; por lo que no pudo ser y por lo que fue. Su llanto no se detuvo y traspasó la manta que cubría las piernas de su padre, hasta llegar a la piel.
—Hija, perdóname. Fui soberbio, orgulloso, obcecado y ciego. No fui capaz de entender tu amor, ni el de tu madre, hasta que las perdí a ambas.
Patricia se abrazó a su padre y quedó junto a él hasta sentir que su alma, lentamente, se llenaba de vida. La de su padre, en tanto, se fue apagando lentamente.
***
Hacía mucho calor aquel 20 de junio. La joven acompañó a su madre hasta el taller en el que se estaba diseñando la hoguera; era una de las diseñadoras y quería asegurarse de que todo estuviera siendo bien realizado; al día siguiente, el jurado debía anunciar cuál de las presentadas recibiría el premio. Ese día, además, su madre debía elegir entre las muchachas que llevarían los ramos a la Virgen del Remedio; sin que esta se diera cuenta, Patricia se escabulló entre la multitud y comenzó a caminar hacia los pies del castillo monte.
El aire se hacía escaso y denso en su cuerpo, la ansiedad del encuentro y el miedo a ser descubierta le quitaban el aliento; pero no habría obstáculo en el mundo que le impidiera llegar hasta los brazos de su amado.
—Federico…
La joven llamó con fuerza y él giró sobre su cuerpo. Parado junto al mar, parecía un verdadero dios del Olimpo.
—Patricia, has venido.
Ambos se fundieron en un cálido abrazo y unieron sus labios en el más exquisito acto de amor. Federico la tomó de la mano y juntos caminaron por el lugar, procurando no ser vistos. Cuando el sol comenzó a esconderse tras los montes, Patricia partió hacia la ciudad prometiéndole a su amado volver al día siguiente.
La magia de aquellos ojos verdes y profundos la acompañaría durante toda la noche, trastocando sus sueños infantiles en profundos deseos carnales. El tiempo del reencuentro le resultó interminable.
***
Por esas increíbles ironías del destino, Don Antonio, el padre de Patricia, murió el día de San Juan. La ciudad bullía de risas, sonidos y alegrías; el cementerio, en cambio, reposaba en el dolor y la condolencia. La ceremonia del entierro fue muy austera; sin embargo, parecía que todo Alicante estaba allí. Los hermanos, unidos en el dolor, recibieron el amor y el respeto de los incontables amigos y conocidos que se acercaron a saludar.
Muchos miraron con curiosidad a Patricia, no creían volver a verla; otros reaccionaron con naturalidad, no esperaban otra cosa de aquella dulce joven que, un día, había debido irse del lugar manchada por el deshonor y la vergüenza. La mayoría, en cambio, la miró con desprecio y rencor. La acusaban de la temprana muerte de la madre y del triste final del padre.
Cuando todos abandonaron el lugar, un mendigo se acercó a la tumba. Parado a su lado intentó entender qué estaba haciendo allí, por qué volvía una y otra vez a buscar noticias de esa familia… Se hizo la noche y, aterido de frío y cansancio, se recostó junto al sepulcro.
***
Alicia, la madre de Patricia, no cabía en sí de orgullo. Su plantá había sido elegida como la mejor en su categoría. Había recibido la noticia por la mañana temprano y la algarabía reinaba en el hogar. Patricia, por su parte, esperaba con ansias la llegada de la tarde para volver a encontrase con Federico; ese día tocaba la entrega de las flores y aprovecharía la ocasión para volver a escabullirse hacia el castillo. Con las buenas nuevas, su madre estaría muy ocupada como para darse cuenta de su ausencia.
Esa tarde el calor era agobiante, correr junto a su amado le llevó más esfuerzo que el día anterior, pero la emoción del encuentro le daban fuerzas extraordinarias. Sin embargo, al verlo sintió que algo grave pasaba.
—¿Federico?
El joven clavó en ella sus profundos ojos verdes y las lágrimas se derramaron sin contención.
—¿Qué ocurre, amor mío? —insistió la joven, sin saber qué pensar.
—Me mandan a Madrid, Patricia. Esta mañana me dijeron que requieren de mis servicios allá. Debo partir apenas terminen las fiestas.
La joven no pudo creerlo, la tristeza invadió su alma y se arrojó a los brazos del soldado tratando de eternizar el momento. Sin que mediaran más palabras, el abrazo se transformó en besos y estos en el más bello acto de amor. Bajo el cielo de Alicante y sobre las cálidas arenas de Postiguet, fueron hombre y mujer, macho y hembra, convirtiendo el deseo en realidad y el amor en carne.
Muchas horas después, los amantes se desprendían del abrazo jurándose volver al día siguiente… Y un amor eterno.
***
La mujer recorrió la ciudad descubriendo, a cada paso, un nuevo mundo totalmente diferente del que anidaba en su memoria. Solo la fiesta de San Juan, que estaba en su momento más importante, le permitía percibir algo de aquel lejano pasado. Recorría la plaza de los Luceros mientras miles de personas, reunidas allí, disfrutaban la mascletà, e intentaba recuperar los años perdidos. El gentío, a su alrededor, no parecía darse cuenta de su existencia y ella, inmersa en ese anonimato, deseó con toda su alma poder volver en el tiempo.
Esa noche sería la cremà, hacía toda una vida que no había vuelto a vivir esto. La última vez fue junto a aquel joven de increíbles ojos verdes al que había amado con todas las fuerzas de su inexperiencia y al que nunca más había vuelto a ver. Esa noche de su lejana juventud, disfrutó de los fuegos del cielo y de las hogueras de la tierra mientras su cuerpo, recostado en el tibio suelo de la playa, seguía descubriendo los misterios de su cuerpo.
De pronto, recordó la imagen del castillo que, en aquellos lejanos días, había custodiado su amor.  Decidida, sus piernas se dirigieron hacia el monte que ahora, tanto tiempo después, se había convertido en una meca turística.  Cuando llegó al lugar, miles de recuerdos volvieron a su mente.
***
El cálido sol del otoño acariciaba su rostro. Recostada en su cama, se negaba a salir de allí temerosa de que sus padres descubrieran su horrible verdad. Federico se había ido hacía cinco meses y el embarazo ya se adivinaba bajo sus ropas. Solo su hermano compartía su secreto; pronto, sin embargo, todos lo sabrían.
«¿Dónde estás, amor mío?» pensaba la joven sin poder entender por qué el soldado no había vuelto a ella, no la había llamado, no le había escrito. ¿Cómo haría para enfrentar lo que vendría? Por suerte, pensaba, su madre se pondría de su lado y juntas irían a buscarlo. En su cándida existencia, no cabía otra posibilidad.
***
Desde la cima, Alicante se veía como un verdadero paraíso de colores. El gentío en las plazas y el mar de fondo formaban un paisaje maravilloso que Patricia no lograba encontrar en sus recuerdos. El castillo, muy lejos de aquella cárcel usada durante la República, se había convertido en un espectáculo turístico poco digno de sus recuerdos. Buscó un lugar en el cual refugiarse del fuerte calor del verano. Protegida por un antiquísimo cañón, apoyó su espalada y descansó su cuerpo.
De pronto, a lo lejos, vio venir al mendigo con el que se había encontrado el día de su llegada. Algo en el gesto de ese hombre le resultaba conocido y la inquietaba, no podía definir qué era; por ello, al verlo nuevamente, se puso en alerta. Temerosa, comenzó el descenso. En pocos días volvería a la Argentina, aún tenía mucho por hacer.
El vagabundo la vio partir, había perdido la oportunidad de recibir una cuantiosa limosna de la linda turista. «Otra vez será», se dijo, y caminó lentamente hacia otro grupo de turistas; hacía años que rondaba el lugar y era, por poco, el dueño del mismo.
***
Su jovencísimo cuerpo no pudo resistir el viaje en barco y la enorme tristeza de aquellos días. Patricia perdió a su bebé pocos días antes de llegar a la Argentina. Cuando su tía fue a buscarla al hospital en el que la habían internado, no creyó en lo que vieron sus ojos.
—Pequeña, —musitó— pequeña ¿cómo pudieron dejar que llegaras a esto?
Se acercó a la niña y la abrazó con fuerzas. «Mi hermana ha enloquecido» pensó. Y se juró no abandonar jamás a esa niña que había llegado a su vida para alejarla, para siempre, de la soledad en la que vivía.
Cuando la joven recobró un poco de sus fuerzas, ambas partieron hacia la estancia en la que vivirían. Las montañas del sur, el aire cordillerano y el cálido sol de la Patagonia ayudarían a Patricia a construir una nueva vida.
En España quedarían, para siempre, los recuerdos de los padres que la habían repudiado y el color verde de esos ojos hechiceros que jamás volvieron a buscarla.
***
Patricia y su hermano se propusieron dejar todo en orden antes de la partida. Debían desocupar la casa y acomodar los papeles de su padre. No sería una tarea agradable, pero se hacía indispensable.
Una empresa se encargaría de llevarse los muebles y ponerlos a la venta; sin embargo, ella debía desocupar todo. Al abrir el enorme ropero de su madre sintió que su cuerpo se paralizaba; allí, aún envueltas en suaves lienzos, descubrió todas las prendas que usaba de niña. Las tomó suavemente en sus manos y las acercó a su rostro, el perfume de su madre permanecía cautivo entre sus ropas; como un aroma lejano y gastado, percibió su propio pasado y rompió en un llanto incontenible. Imaginó, entonces, a su madre abrazada a ellas y pensándola. Un manto de paz le llenó el alma.
Horas después, ya casi todos los muebles habían sido desocupados. Solo faltaba el escritorio de su padre. Alberto se había ido a su trabajo y ella estaba sola en la casa. Sin muchas ganas, comenzó a vaciar los papeles y a clasificarlos según su importancia. De pronto, debajo del cajón central, percibió la existencia de un segundo fondo. Curiosa, buscó un cortaplumas que le permitiera separarlo. Lo que apareció allí abajo la dejó sin aliento.
Cientos de cartas de Federico, fechada hacía ya cuarenta años, se desparramaron por el piso de la habitación. Patricia cayó al suelo y demoró unos minutos en recuperarse. Cuando su hermano volvió, la encontró inmersa en la lectura de cientos de cartas de amor que nunca habían sido leídas; sus ojos no dejaban de llorar.
Esa noche, cuando comenzaba a ser encendidas las hogueras de Alicante, los hermanos se ayudaron a enterrar el pasado. Todas las cartas, las prendas de su infancia y las penas vividas fueron parte de una pequeña fogata que purificó sus almas. Luego, tomados de la mano, alzaron sus ojos al cielo y disfrutaron de la monumental palmera de colores. Era el fin de la fiesta, todo debía ser distinto en adelante.
***
El vuelo partió en tiempo y forma. Esta vez, los hermanos prometieron volver a verse pronto. Ya en el avión, la mujer sintió que había recuperado la paz; un sol suave y tenue entraba por las ventanillas y el cielo del atardecer lucía en todo su esplendor. Su mundo la esperaba.
En la tierra, un grupo de turistas descubrió el cuerpo de un mendigo que yacía boca abajo. Llamaron a un policía que se acercó a ver qué ocurría y, cuando lo dieron vuelta, comprobaron que ya llevaba varias horas sin vida.
En sus ojos, abiertos de par en par, refulgía la clara luz de la luna y se iluminaba el más bello color verde que jamás hubiesen visto.


1 comentario: