José del Cristo Molina y Cifuentes era un chico del común, que en plena adolescencia y muy al contrario de los demás zagales contemporáneos, disfrutaba de la compañía de sus abuelos maternos a los que consideraba sabios. En muchas oportunidades, pasaba horas enteras escuchándoles las historias y leyendas de su país, pero siempre terminaba Indagando sobre las famosas “fogueres de Sant Joan” que para él ,encerraban toda una orgía de misterios perdidos en la oscuridad de los tiempos y con solo pensar en ello, los nervios cervicales le producían un cosquilleo a lo largo de su columna.
Los
abuelos habitaban en el casco antiguo de Alicante y desde su alto balcón la
vista se recreaba ante el admirable espectáculo que, de día ofrecía el Paseo de
la Alameda, con sus pisos en cerámica diseñada artísticamente en forma del
oleaje como el cercano mar, y en las noches de las fiestas de San Juan,
brillaban entre las llamas de las fogatas que enardecían los ánimos de sus
habitantes, igual que a centenares de turistas que para tal fecha en el mes de
junio, visitaban las costas del mediterráneo.
La
casa de los abuelos era una antigua construcción levantada en piedra que
databa, por lo menos, de principios del siglo XIX y era además la cuna de la
familia Cifuentes Fuenmayor.
Esa
tarde había revuelo. Doña Remedios, la abuela, preparaba todos los ingredientes
para una suculenta paella que al día siguiente serviría a toda la familia,
acostumbrada todos los años a reunirse en este lugar tan estratégico como
hermoso, para contemplar los días del solsticio, uno de los motivos de la
fiesta. El abuelo no cabía en la euforia que irradiaba. Sudoroso y con las
mejillas encendidas, traía hacia la playa su caja de herramientas y materiales
para terminar de confeccionar los ninots con una rara alegoría diabólica que
debía arder cuando en la torre de la iglesia sonaran los doce campanazos
llegada la media noche. Así se cumplía todos los años desde que José del Cristo
puede recordar. Eran las cinco de la tarde y el calor hacía hervir la arena de
la playa, ya todo había quedado listo. Solo faltaba que llegara la tía Carmiña
con su marido el tío Francisco y sus tres hijas que traían del cogote a José
del Cristo. Eran hermosas, pensaba con los ojos entornados y mirada lujuriosa,
soltando un profundo suspiro cada vez que las recordaba.
El
fuerte olor a mariscos que despedían desde la cocina los preparativos y
condimentos, indicaba que ya todo estaba listo para cocinar al día siguiente la
cena, y los perros con ese aroma, ladraban tan desesperadamente que no había
Dios posible para callarlos. Había movimiento de parientes con maletas que
subían y se acomodaban en las diferentes habitaciones y rincones del viejo
caserón que, cual madre cariñosa, se dilataba en amor para darles abrigo.
José
del Cristo se multiplicaba para ayudar. También hacía parte de los
colaboradores del abuelo en el levantamiento del andamiaje y preparación de la
fogata y el ninot, le tocaba aportar los esfuerzos que éste ya no podía
realizar, pero seguía sintiendo, y eso era de todos los años, cierto recelo
cuando tenía que pintar los colorines fantasmales de aquellas raras alegorías.
Y en un momento de reposo, se atrevió a preguntar:
—Abuelo,
¿por qué te gusta tanto acercarte al fuego y jugar con estas figuras tan
espectrales? —Hubo unos minutos sin respuesta, solo silencio de parte de don
Simón quien paralizó la actividad y se quedó mirando el horizonte sin ver nada
en la playa. Lentamente dirigió su mirada a José del Cristo y con una mueca en
sus labios que podía interpretarse como una sonrisa, le dijo:
—Ay
hijo, si yo te contara…
—Dime
abuelo, me intriga mucho.
Don
Simón soltó un trozo de madera que tenía en las manos, y con mucha parsimonia
levantó un pié para descansarlo sobre la caja de sus herramientas. Con calma
tomó un cigarro y oliéndolo ceremoniosamente, lo encendió con el pretexto de
hacer un descansito, y dijo:
—Por
los años de 1.826, más o menos, no recuerdo, me contaba mi madre que estas
fiestas al principio, no eran oficiales y solo algunos grupitos populares
organizaban ciertos festejos con rituales en los cuales se le rendía culto al
fuego. Pasaron algunos años y, cada vez, la costumbre se iba expandiendo por
toda valencia y pueblos cercanos hasta llegar a Alicante. Algunos alcaldes
promulgaban bandos prohibiéndolas por temor a que estas prácticas dañaran la
moral y las tradiciones y costumbres religiosas de la población en su mayoría agricultores.
En cierta ocasión, se llegó a rumorar que se aprovechaban de la celebración
religiosa de San Juan para terminar en orgías. Hubo un señor muy prestante, de
apellido Pobil, precisamente, el tatara-abuelo de tus primas, las hijas de
Francisco Pobil, quien llegó a enviarle una carta al Alcalde de Alicante,
solicitándole frenar estos desmanes. El alcalde firmó un comunicado con tal
fin, pero no se sabe por qué no fue publicado, y el pueblo se entregó a sus
fiestas profanas con el rito del fuego. Cuenta la leyenda, no me consta, que en
una de estas noches de desmanes, apareció junto a la hoguera una espantosa
mujer vestida con harapos sucios y el cabello alborotado; tenía el rostro
maquillado como una marioneta blanca y con muchas arrugas, parecía una emigrante
extranjera; se encontraba ebria y comenzó a bailar sin control. Se fue
acercando mucho al fuego y en una de las vueltas del baile, una enorme
llamarada, cual brazo luminoso, la envolvió consumiéndola en solo unos
instantes. No quedó de ella ni las cenizas porque el viento las esparció por
todo el sector quedando en el espacio solo el eco de un alarido que se metió
entre el mar mientras se consumía. Todos los festejantes presenciaron tal
espectáculo terrorífico, al ver levantarse de entre las llamas una bola de
fuego que salió disparada hacia las nubes. Por las noches, devolvía el eco de
aquel grito con la brisa entre sus olas. Fue cuando la población reaccionó
acabando con los desórdenes de las fogatas y acatando la reglamentación que
expidieron los alcaldes en la cual, sin prohibir la celebración con actividades
pirotécnicas, se convertía en un espectáculo popular, tradicional y organizado.
A pesar de que aún le quedaban algunos miembros del gobierno contradictorios,
tuvo muchos simpatizantes amigos quienes defendieron sus valores históricos y
culturales con diferentes armas, gracias a una fina pluma, con lo cual, se fue
haciendo cada día más famoso y atractivo no solamente para que los turistas
disfrutaran de la fiesta, sino a dejar mucho dinero que se convirtió en
progreso. Y en todo lo que tú estás aprovechando.
¿Que
por qué siempre elaboro ninots aquí con algo fantasmagórico? Porque mientras
otros queman malas épocas, personajes de la política y demás, yo quemo el
recuerdo y las malas energías que pudo dejar esa aparición para que jamás
regrese a Alicante.
José
del Cristo quedó mudo y en suspenso por un instante después de este dantesco
relato, pero el miedo se apoderó de su mente como una obsesión a partir de ese
momento.
A
la mañana siguiente, ya despejado y tratando de olvidar el recuerdo de la
historia, inició su plan trazado y reforzado desde hacía mucho tiempo con el
sueño de invitar a las primas a la playa. En compañía de algunos de sus amigos,
se reunieron para prepararse a celebrar las festividades uniéndose a quienes
apoyaban a una hermosa niña que habían elegido como reina de la belleza de los
festejos del barrio, hasta que llegó la noche.
José
del Cristo tenía acelerado el tic nervioso que le hacía guiñar un ojo
intermitentemente. Después de comer toda la familia, de aquella abundante y
deliciosa paella, acompañada con algunas copas de vino, salieron al paseo y a
la playa colmada de turistas y de vecinos del barrio, que con varias botellas
en las manos brindaban generosamente toda clase de licores. José del Cristo,
eufórico, sintiéndose ya un hombre hecho y derecho, no se perdía de ninguno.
Con los ojos ya nublados y próximo a aplicar el plan B programado, en donde
orgullosamente iba a demostrar que ya era un varón lleno de fogosos ademanes
viriles , y la mira puesta en la mayor de sus primas, volvió su vista a la
hoguera y a aquella figura grotesca que le pareció lo miraba fijamente a él. Se
tomó otros tragos de diferentes licores mirando de reojo a la figura que cada
vez le hacía un gesto nuevo, hasta que le guiñó un ojo...! Se olvidó de las
primas y de la familia, y ya con los ojos enrojecidos y fijos en el bendito
ninot, se embriagaba como un loco. Había consumido tanto alcohol, que
descontrolado hacia piruetas junto a las llamas, gritaba y se contorsionaba
pretendiendo bailar con las diferentes mujeres que asistían al festejo, hasta
que cayó sudoroso revolcándose en la arena. Se dejó obsesionar por su fantasía
hasta que en estado de postración, continuó sentado muy cerca de la hoguera observando
fijamente las figuras que le hacían las llamas. De repente, hubo algo como una
explosión. Con los ojos casi cerrados y lleno de arena, José del Cristo alcanzó
a ver una bola roja de fuego que se elevaba rápidamente hacia las nubes y un
rostro que guiñándole un ojo le decía adiós.
Con
los ojos desorbitados y fijos en las nubes de humo que se elevaban, José del
Cristo Molina y Cifuentes entró en estado de catarsis
Luego,
oscuridad y silencio.
La
voz grávida y airada del abuelo lo sacó del limbo:
“¡Levántate
ya, muchacho! ¡ llevas 48 horas durmiendo tu primera borrachera! ¡Basta, qué
vergüenza! Se acabó la fiesta, se fue la familia y solo te dejaron saludos.”
Y
José del Cristo Molina y Cifuentes se sintió un guiñapo. Además del terrible
malestar de la «resaca», le dolían mucho los ojos que no podía abrir por la
irritación del humo y el fuego permanente sufrido en sus retinas; sentía la
vergüenza por lo sucedido desatendiendo a sus primas y demás amigos, y la rabia
y frustración de haberse perdido de una oportunidad en esa hermosa noche de
celebración de «Les forgueres de Sant Joan». que pudo haber sido la culminación
de los voluptuosos sueños que le propiciaban sus alborotadas hormonas… Al
mirarse en un espejo le atacó un fuerte dolor de cabeza y sintió que era una
basura como sus famosos planes.
“Otro
día será”, se dijo,” ya tuve mi primera borrachera… ya soy todo un hombre”,
mientras sonreía con cara de idiota para consolarse y auto-justificar su
fracaso.
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