Juan, el tabernero, esperó en la puerta la llegada de algún habitual, sobrado de tiempo, para observar y meditar. Hacía casi medio siglo que este marinero había llegado de muy lejos a la ciudad de Alicante. En busca de sueños leídos en pasquines pasados de mano en mano por los chicos del orfanato donde, por primera vez, vio imágenes grandiosas y coloridas de las famosas Fogatas de Sant Joan.
Desde
aquellos tiempos, sus ojos recorrieron y vieron extinguirse infinitas hogueras,
y con ellas a la mujer que él denominó el amor de su vida. Juan, convertido en
un viejo cabeza dura, siempre decía a quien le quisiera escuchar:
—El
amor me abandonó a medio camino.
—Porque
él así lo quiso —refutaba Lucia Elena.
Desde
muy temprano, mucha gente había salido y entrado del establecimiento para luego
sumarse a los centenares que se movilizaban en grupos por las calles hacia el
camino de la gran celebración.
Los
carruajes, con las bellezas en alto acompañados de los cuerpos de baile y
vistiendo trajes tradicionales, formaban embotellamientos por todos lados;
mientras, policías y bomberos intentaban en vano poner orden a los que se
cruzaban las vallas de contención. Parecía que al pueblo de alicantinos y a los
miles de turistas no les importaba nada más, en la vida, que llegar a la
hoguera principal de la plaza del Ayuntamiento.
Juan,
inmutable e ingrávido, se mantenía en la puerta mientras la nube de polvo se
extinguía, segundo a segundo, hasta perderse en la cuesta. Por momentos parecía
tragarse todo el desfile, ignorando las penas del alma y el purgatorio de sus
participantes.
Mirando
a su alrededor, con ojos de recién llegado como si fuese la primera vez que
miraba lo que ya había visto año tras año, sintió de pronto el latigazo de la
nostalgia. Pensó, por un segundo, cerrar la puerta e ir tras el festejo de
costumbres pasadas y añoranzas propias. Sus pensamientos volaron tras la nube
para tomar la mano de la de tiempos antes. Como “un minot indultado” saltar la
hoguera antes de quedar reducido a cenizas.
Eso
mismo pensó año tras año hasta pasar
veinte, treinta... Y solo él sabe cuántos más.
De
pronto, a través de la polvorera, vio aparecer al párroco, Don José María, que
se acercaba con paso de tortuga para alcanzar la puerta. Más de tres meses que
no se le veía. Entrecruzaron un par de palabras, después de echarle la
bendición y ajustándose las gafas, se paró en medio del salón para escudriñar
el lugar.
Unos
cuantos parroquianos, ya entonados, gritaban más fuerte que la algarabía de los
enfiestados.
Siguiendo
a Lucia Elena, que ya le llevaba su vino favorito, le dijo:
—No
niña tráeme una “paloma” con brevas, para el calor.
Se
sentó con dificultad, como si arrastrara con todos los pecados de la comarca.
José María, desde muy joven, se entrego a la devoción. No porque su padre así
lo quiso, sino por vocación. Desde muy pequeño bendecía todo: comida, plantas,
insectos. Dios siempre estaba a flor de labios: Si Dios quiere; Si Dios lo
permite; Gracias a Dios.
Participó
con entusiasmo en todo lo que se le encomendó: Bautizó, sacramento en
matrimonio, perdonó pecados infantiles, consoló a viudas. Y, a veces, blasfemó
en latín y en silencio, al confesar: avaricia, gula, envidia, soberbia.
Persignándose, repetidas veces, por cada una de las conciencias descargadas.
Se
negó rotundamente al traslado a una de las principales Iglesias, de la ciudad
de Valencia, nombrado Monseñor. Se sentía comprometido con la gente humilde del
barrio de Torrellano. Con ellos había comenzado sus primeras misas. Y fueron
ellos los que, agradecidos, abarrotaron la parroquia con obsequios, al
enterarse de su acción.
Aunque,
muchas veces, su amigo de infancia, el doctor Zalaquett, lo increpó con el dedo
en alto:
—¡Vamos!...,
José María. Que no fue la gente del pueblo que te eligió como párroco.
—¡Ya
Calla! ¡No Blasfemes!
Lucía
Elena no se daba por enterada de lo que pasaba afuera. No miraba, no oía, como
si nada estuviera sucediendo. Para ella, su trabajo en la Taberna lo era todo,
todo. Servía vinos, sangría y tapas con una sonrisa generosa, como las propinas
que, de algunos, recibía. Tenía por costumbre anotar en su libreta, no tan solo
los pedidos, también: horas de llegada, conversaciones, insultos, discusiones,
fechas claves, nombres de clientes nuevos.
Juan
se molestaba. Pero no por ello dejaba de hacerlo.
—
Así aprendo a escribir, —se defendía.
Representaba
menos de sus veinte y dos. Delgada y de mirada asustadiza, de boca imprudente y
melena corta. A la gente le parecía que era medio loca, la acusaban de inventar
chismes contra otros.
—Ver
y escuchar no es pecado —le dijo el señor cura cuando, temerosa, se confesó.
Tenía miedo de ser expulsada del pueblo. Entonces, cuando le preguntaban de
esto o aquello, inventaba historias fantásticas, muy alejadas de la verdad. Y
quien la escuchaba quedaba atónito y feliz, a beneficio propio.
Había
llegado al pueblo siete años atrás. Precisamente un 22 de junio. Bajando del
tranvía, sudada y hambrienta, se encontró con la romería más importante para
los alicantinos: La ofrenda de flores a la Virgen del Remedio. De pronto se vio
saltando bañada en flores, sumándose y alabando a la patrona de Alicante. Se
mezcló entre alegres bandas de músicos que acompañaban a las bellezas de
hoguera: parecían novias entregadas al altar. Todas portando enormes ramos de
flores, todas encintadas, de pie a cabeza, todas de singular hermosura.
Lucía
Elena no podrá olvidar ese día por el resto de su vida. Ese día sintió que la
abrazaban en medio de la calle y le decían
«aquí te quedarás, aquí estarás a salvo». Fue una señal de la virgen.
Allí mismo, como un milagro, en la mismísima fachada de la Catedral de San
Nicolás, se tropezó con el curita del pueblo, que le dio confianza por su forma
de besar el escapulario. Y que la llevo a dormir a casa de dona Martita. A la
semana estaba lavando copas en la taberna de Juan.
Nunca
más quiso salir de allí. Solo, a veces, daba una vuelta la taberna, para tomar
aliento.
Al
otro extremo de la barra estaba Oriol, bebedor de todas las tardes y exagerado
fumador de puros. Había entrado, antes del cura, con su traje de pana siempre
impecable, alzando su sombrero para
saludar. Se notaba su “rareza” hasta en su modo de caminar. Como de costumbre,
se sentó en la barra, hundió la barbilla en su pecho y comenzó su auto
charla-contingente:
—Siglos
de memorias y millones de libros a la hoguera, Ignorantes que se dejan embaucar
como borregos…La misma mezcla de viejos que tienen mucho y los mismos pobres de
siempre, que no tienen nada.
Como
buen profesor de filosofía, cargo que desempeñó antes de ser un “raro”, llevaba
siempre consigo un libro diferente que leía sin cansancio, tal como bebía.
Cayendo
el atardecer, alcanzó la puerta, inflado de orgullo, Jacinto apodado “El
tuerto” porque sus ojos bailaban en sus cuencas y miraba de lado. Albañil de
oficio. Deambulando siempre de ciudad en ciudad, cruzaba el océano, varias
veces al año.
Los
últimos meses había vuelto a ser vendedor ambulante: un pequeño cargamento de
baratijas, que extendía sobre un paño azul en las calles más concurridas o en
el plaza de los Luceros. Siempre expiando a los “polis” y listo para defender
su tesoro: correr “patitas que te
quiero”
Hoy
el orgullo le brillaba en la frente, se sentía diferente, amaba su oficio.
Había sido llamado por el mismísimo representante del distrito para formar
parte de la plantá o proceso de ensamblaje de la hoguera mayor. Cómo no
sentirse especial, si pocos eran los elegidos para tan magno evento.
Nunca
se quejaba de la dureza del trabajo, pero sí de lo poco que podía estar con su
mujer y chavales. Amaba a su mujer tanto como a sus hijos, los llevaba consigo,
no tan solo en foto sino en cada martillazo. Sus manos trataban la madera por
pulir tal como rozaba el cuerpo de su mujer.
—La
pared se cae de vieja, —le advertía a Juan, el tabernero.
Para
entonces la taberna empezaba a desocuparse. Se acercaba la hora de la Mascletả.
Y todos, incluyendo al Filósofo, salieron y se amontonaron en medio de la calle
a disfrutar del espectáculo.
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