viernes, 26 de agosto de 2016

ALICANTE, SU GENTE Y SUS COSTUMBRES, Aurora María Posada

Juan, el tabernero, esperó en la puerta la llegada de algún habitual, sobrado de tiempo, para observar y meditar. Hacía casi medio siglo que este marinero había llegado de muy lejos a la ciudad de Alicante. En busca de sueños leídos en pasquines pasados de mano en mano por los chicos del orfanato donde, por primera vez, vio imágenes grandiosas y coloridas de las famosas Fogatas de Sant Joan.

Desde aquellos tiempos, sus ojos recorrieron y vieron extinguirse infinitas hogueras, y con ellas a la mujer que él denominó el amor de su vida. Juan, convertido en un viejo cabeza dura, siempre decía a quien le quisiera escuchar:
—El amor me abandonó a medio camino.
—Porque él así lo quiso —refutaba Lucia Elena.
Desde muy temprano, mucha gente había salido y entrado del establecimiento para luego sumarse a los centenares que se movilizaban en grupos por las calles hacia el camino de la gran celebración.
Los carruajes, con las bellezas en alto acompañados de los cuerpos de baile y vistiendo trajes tradicionales, formaban embotellamientos por todos lados; mientras, policías y bomberos intentaban en vano poner orden a los que se cruzaban las vallas de contención. Parecía que al pueblo de alicantinos y a los miles de turistas no les importaba nada más, en la vida, que llegar a la hoguera principal de la plaza del Ayuntamiento.
Juan, inmutable e ingrávido, se mantenía en la puerta mientras la nube de polvo se extinguía, segundo a segundo, hasta perderse en la cuesta. Por momentos parecía tragarse todo el desfile, ignorando las penas del alma y el purgatorio de sus participantes.
Mirando a su alrededor, con ojos de recién llegado como si fuese la primera vez que miraba lo que ya había visto año tras año, sintió de pronto el latigazo de la nostalgia. Pensó, por un segundo, cerrar la puerta e ir tras el festejo de costumbres pasadas y añoranzas propias. Sus pensamientos volaron tras la nube para tomar la mano de la de tiempos antes. Como “un minot indultado” saltar la hoguera antes de quedar reducido a cenizas.
Eso mismo pensó año tras año  hasta pasar veinte, treinta... Y solo él sabe cuántos más.
De pronto, a través de la polvorera, vio aparecer al párroco, Don José María, que se acercaba con paso de tortuga para alcanzar la puerta. Más de tres meses que no se le veía. Entrecruzaron un par de palabras, después de echarle la bendición y ajustándose las gafas, se paró en medio del salón para escudriñar el lugar.
Unos cuantos parroquianos, ya entonados, gritaban más fuerte que la algarabía de los enfiestados.
Siguiendo a Lucia Elena, que ya le llevaba su vino favorito, le dijo:
—No niña tráeme una “paloma” con brevas, para el calor.
Se sentó con dificultad, como si arrastrara con todos los pecados de la comarca. José María, desde muy joven, se entrego a la devoción. No porque su padre así lo quiso, sino por vocación. Desde muy pequeño bendecía todo: comida, plantas, insectos. Dios siempre estaba a flor de labios: Si Dios quiere; Si Dios lo permite; Gracias a Dios.
Participó con entusiasmo en todo lo que se le encomendó: Bautizó, sacramento en matrimonio, perdonó pecados infantiles, consoló a viudas. Y, a veces, blasfemó en latín y en silencio, al confesar: avaricia, gula, envidia, soberbia. Persignándose, repetidas veces, por cada una de las conciencias descargadas.
Se negó rotundamente al traslado a una de las principales Iglesias, de la ciudad de Valencia, nombrado Monseñor. Se sentía comprometido con la gente humilde del barrio de Torrellano. Con ellos había comenzado sus primeras misas. Y fueron ellos los que, agradecidos, abarrotaron la parroquia con obsequios, al enterarse de su acción.
Aunque, muchas veces, su amigo de infancia, el doctor Zalaquett, lo increpó con el dedo en alto:
—¡Vamos!..., José María. Que no fue la gente del pueblo que te eligió como párroco.
—¡Ya Calla!  ¡No Blasfemes!
Lucía Elena no se daba por enterada de lo que pasaba afuera. No miraba, no oía, como si nada estuviera sucediendo. Para ella, su trabajo en la Taberna lo era todo, todo. Servía vinos, sangría y tapas con una sonrisa generosa, como las propinas que, de algunos, recibía. Tenía por costumbre anotar en su libreta, no tan solo los pedidos, también: horas de llegada, conversaciones, insultos, discusiones, fechas claves, nombres de clientes nuevos.
Juan se molestaba. Pero no por ello dejaba de hacerlo.
— Así aprendo a escribir, —se defendía.
Representaba menos de sus veinte y dos. Delgada y de mirada asustadiza, de boca imprudente y melena corta. A la gente le parecía que era medio loca, la acusaban de inventar chismes contra otros.
—Ver y escuchar no es pecado —le dijo el señor cura cuando, temerosa, se confesó. Tenía miedo de ser expulsada del pueblo. Entonces, cuando le preguntaban de esto o aquello, inventaba historias fantásticas, muy alejadas de la verdad. Y quien la escuchaba quedaba atónito y feliz, a beneficio propio.
Había llegado al pueblo siete años atrás. Precisamente un 22 de junio. Bajando del tranvía, sudada y hambrienta, se encontró con la romería más importante para los alicantinos: La ofrenda de flores a la Virgen del Remedio. De pronto se vio saltando bañada en flores, sumándose y alabando a la patrona de Alicante. Se mezcló entre alegres bandas de músicos que acompañaban a las bellezas de hoguera: parecían novias entregadas al altar. Todas portando enormes ramos de flores, todas encintadas, de pie a cabeza, todas de singular hermosura.
Lucía Elena no podrá olvidar ese día por el resto de su vida. Ese día sintió que la abrazaban en medio de la calle y le decían  «aquí te quedarás, aquí estarás a salvo». Fue una señal de la virgen. Allí mismo, como un milagro, en la mismísima fachada de la Catedral de San Nicolás, se tropezó con el curita del pueblo, que le dio confianza por su forma de besar el escapulario. Y que la llevo a dormir a casa de dona Martita. A la semana estaba lavando copas en la taberna de Juan.
Nunca más quiso salir de allí. Solo, a veces, daba una vuelta la taberna, para tomar aliento.
Al otro extremo de la barra estaba Oriol, bebedor de todas las tardes y exagerado fumador de puros. Había entrado, antes del cura, con su traje de pana siempre impecable,  alzando su sombrero para saludar. Se notaba su “rareza” hasta en su modo de caminar. Como de costumbre, se sentó en la barra, hundió la barbilla en su pecho y comenzó su auto charla-contingente:
—Siglos de memorias y millones de libros a la hoguera, Ignorantes que se dejan embaucar como borregos…La misma mezcla de viejos que tienen mucho y los mismos pobres de siempre, que no tienen nada.
Como buen profesor de filosofía, cargo que desempeñó antes de ser un “raro”, llevaba siempre consigo un libro diferente que leía sin cansancio, tal como bebía.
Cayendo el atardecer, alcanzó la puerta, inflado de orgullo, Jacinto apodado “El tuerto” porque sus ojos bailaban en sus cuencas y miraba de lado. Albañil de oficio. Deambulando siempre de ciudad en ciudad, cruzaba el océano, varias veces al año.
Los últimos meses había vuelto a ser vendedor ambulante: un pequeño cargamento de baratijas, que extendía sobre un paño azul en las calles más concurridas o en el plaza de los Luceros. Siempre expiando a los “polis” y listo para defender su tesoro: correr  “patitas que te quiero”
Hoy el orgullo le brillaba en la frente, se sentía diferente, amaba su oficio. Había sido llamado por el mismísimo representante del distrito para formar parte de la plantá o proceso de ensamblaje de la hoguera mayor. Cómo no sentirse especial, si pocos eran los elegidos para tan magno evento.
Nunca se quejaba de la dureza del trabajo, pero sí de lo poco que podía estar con su mujer y chavales. Amaba a su mujer tanto como a sus hijos, los llevaba consigo, no tan solo en foto sino en cada martillazo. Sus manos trataban la madera por pulir tal como rozaba el cuerpo de su mujer.
—La pared se cae de vieja, —le advertía a Juan, el tabernero.

Para entonces la taberna empezaba a desocuparse. Se acercaba la hora de la Mascletả. Y todos, incluyendo al Filósofo, salieron y se amontonaron en medio de la calle a disfrutar del espectáculo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario