viernes, 26 de agosto de 2016

NACER CON FUEGO, Núria Burguillos

Juan vino al mundo una noche de fuego de 1944. Mientras la ciudad ardía y las Fogueres de San Chuan crepitaban, su madre intentaba llegar al hospital en medio de una gran algarabía. Las heridas de la guerra supuraban todavía por los barrios, donde la vida cotidiana había perdido todo su color desde el estallido de la Guerra Civil. Pero la noche de San Juan, los alicantinos se lanzaron a la calle, intentando emular el espíritu festivo de antes de la contienda, y las cabalgatas le impidieron llegar a su destino. El niño nació en plena calle, entre lenguas de fuego y tracas ensordecedoras, pero no fue eso lo peor, lo que a ella le dolió de verdad fue no poder oír el primer llanto de su hijo.

Ironías de la vida, entre la danza de los gigantes y el baile de los cabezudos, dio a luz junto a una hoguera titulada “Manual del estraperlo. 2.000 maneras de hacer dinero”, retablo burlesco con intención satírica, que los predestinó: el hambre y la necesidad obligaron a su marido a emigrar, dejándolos solos para siempre.
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El fuego es símbolo de creación, de nacimiento, de principio, de luz original, de alegría, elemento divino y divinizado por el hombre que, sumergido en los misterios de la noche, se alegra cuando sus ojos son alumbrados por los rayos del sol, al llegar el día. Pero es también destrucción, lo quema todo, y su ambivalencia lo convirtió en símbolo de la humanidad, representando por igual el bien y el mal.
El hombre sabe de lo bueno y de lo malo del fuego, de las ventajas y de los peligros relacionados con él. Lo necesita para vivir, pero aprendió a no fiarse de él, pues a veces le cae del cielo en forma de rayo o de bomba, y mata. Cuando lo hace parece un castigo de Dios. Y cuando la Tierra lo escupe en forma de volcán, arrasa con toda la vida. El fuego es principio de vida, de revelación, de iluminación y de purificación, pero también es pasión y destrucción. Brilla en el paraíso y quema en el infierno, da vida y la quita en forma de cenizas.
Hefesto-Vulcano era el dios del fuego para los griegos, reinaba sobre el fuego de los volcanes y de los metales, era el herrero de los dioses. Prometeo, robó el fuego de la forja de los dioses a espaldas de Hefesto, a fin de darlo a los hombres que él creó. Fue considerado bienhechor de la humanidad por tomar el fuego del cielo con el objetivo de hacernos la vida más agradable. Para castigarlo, Zeus lo encadenó a una roca con ataduras de acero forjadas por Hefesto, y lo condenó a que un águila le devorase eternamente el hígado, que siempre se reconstituía. Se encuentran, en el suplicio de Prometeo, dos símbolos en analogía con el fuego: el águila, ave solar llamada también pájaro-trueno, mensajera de los dioses, que transporta el fuego del cielo; y el hígado, considerado la sede del alma, o el órgano por el cual el alma está unida con el cuerpo que anima. El fuego de las pasiones del alma se halla ahí.
Gibil era el dios del fuego entre los habitantes de Mesopotamia, y Moloch, el de los cananeos y los cartagineses. Atar era el genio del fuego de la Persia de Mazdak, y el dios-fuego que tenía el poder de leer en el corazón de los hombres. En la India, Agni es el dios del hogar; Sürya, el dios del sol; Indra, el dios del rayo o del cielo, y Brahma, el dios supremo, parecido al fuego, según la tradición hindú. Las vestales, sacerdotisas de Vesta, la diosa griega del fuego del hogar doméstico, eran sus guardianas.
Según la leyenda, la salamandra, animal metafórico, vive en el fuego. Es la guardiana de las llamas, la representación del dragón, el símbolo de la energía primordial, la chispa vital, el fuego de Dios. Entre los antiguos romanos y germanos, y luego en la Europa de la Inquisición, se sometía a los presuntos culpables a los llamados ''juicios de Dios'', que no eran otra cosa sino una prueba de fuego, consistente en sostener una barra de hierro al rojo vivo. Si los sometidos a esta prueba presentaban quemaduras en las manos, eran condenados.
Las hogueras de San Juan, que arden la noche del 23 de junio, fueron antiguamente unos fuegos de fertilización y de purificación que se encendían el día del solsticio de verano, justo antes de las cosechas, para honrar a los dioses y agradecerles sus bondades, o justo después, para purificar la tierra.
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El niño creció feliz a pesar del abandono y la escasez. Le encantaba la escuela y dibujaba todo el día. Los colores de madera Alpino eran su delirio, y los cuadernos de láminas se convirtieron en su verdadera pasión. Para su cumpleaños, la madre sabía qué regalarle, pero el año tenía trescientos sesenta y cinco días y Juan hacía tres o cuatro bocetos diarios; no le duraban nada, necesitaba más material. Cuando se quedaba sin hojas, no tenía más remedio que pedirlas prestadas, o ir a la carnicería para que la dueña le regalara algún pliego de papel vegetal con el que envolvía la mercancía. Fiel a su destino, adoraba las Fogueres de San Chuan. Los últimos días de junio y el principio del verano los disfrutaba como nadie. Su madre se volvía más permisiva y lo dejaba quedarse hasta tarde en la barraca del barrio, segura de que la magia de aquella noche lo protegía. Allí pasó momentos memorables con su pandilla, y allí conoció también a la primera niña que le robó el corazón.
Malvivieron como pudieron durante años, hasta aquel día en que la madre lloró al verse obligada a sacarlo de la escuela. Era el mayor de los hijos y tenía que ayudarla a llenar las otras bocas que esperaban alimento como polluelos en el nido. Acababa de cumplir doce años y le ofrecieron la oportunidad de acogerlo como aprendiz en la imprenta del barrio.
Desde aquel momento, cambió la calle por los libros y el salitre del mar por el aroma de las tintas de estampar, y empezó a ser conocido como el diablillo de la imprenta Laribal. Como todos los diablillos del gremio, era el primero en llegar al taller y el último en salir. Se levantaba a las seis de la mañana para barrerlo y limpiarlo. Luego lavaba las formas de los moldes de letras y lo ordenaba todo para cuando llegaban los oficiales. Entonces hacía todo tipo de tareas: limpiar las cajas, recoger las letras caídas al suelo, traer y llevar las pruebas de imprenta a los autores, ir en busca de los originales y estar dispuesto para todo lo que mandara el resto del personal.
Su madre lo llevó allí con la esperanza de que aprendiera un oficio con el vivir el resto de su vida. La formación debía durar unos cuatro años y el jefe se comprometió a alimentarlo, a vestirlo y a pagarle un pequeño salario para ayudar a mantener la casa. Su buena conducta y actitud propició que enseguida lo dejaran acercarse a las cajas para distribuir las letras empastadas y a componer pequeñas esquelas de convites o cosas de poca importancia. Se aplicó y procuró hacerlo bien. Aprendió rápido y progresó en sus conocimientos y aptitudes, aspirando siempre a hacer trabajos más cualificados. Sin embargo, desde el principio supo que aquello no era para toda la vida.
Aquel año, el Ayuntamiento les encargó la impresión de los carteles de las Fogueres de San Chuan y Juan quedó fascinado y maravillado por el arte de las litografías.
La litografía es una técnica de grabado inventada en el siglo XVIII y utilizada por muchos grandes artistas desde su invención. Es un proceso de impresión que consiste en reproducir sobre papel lo dibujado con una tinta especial o lápiz graso sobre la superficie de una piedra calcárea compacta y muy homogénea. La piedra compacta tiene forma de placa gruesa con sus dos caras opuestas paralelas y una de ellas pulida muy finamente. Desde que Juan la descubrió no dejó de soñar en poder imprimir con esa técnica sus propias litografías. Mientras trajinaba, imaginaba bocetos que a veces dibujaba en el reverso de las obras de otros artistas. Le encantaba trazar sus ideas en aquellos cartones gigantes, que luego borraba con cuidado para no dejar rastro.
Una noche el maestro de la imprenta trabajó hasta la madrugada para sacar un encargo que corría urgencia y fue cuando lo descubrió. Admiró, incrédulo, su propio rostro plasmado en uno de las láminas para imprimir. Durante largo rato se preguntó quien sería el autor de aquel extraordinario dibujo, hasta que en la parte inferior derecha del papel descubrió la inicial J, y unos cuernos de diablillo.
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Desde 1930, el Ayuntamiento de Alicante convocaba un concurso de carteles para anunciar las fiestas de las Fogueres de San Chuan. Su origen se remontaba al siglo anterior, pero por esos años éstas ya se celebraban por todo lo alto, con un variado programa de actividades. Aquel año se celebró con corridas de toros, concursos de castillos de fuegos e, incluso, conciertos de la Sinfónica de Madrid. En ediciones anteriores, Alicante Atracción, había sido la encargada de la producción de los carteles murales, pero aquel año cesó su adjudicación y una bella litografía inauguró una nueva etapa en la gestión de los mismos, aunque manteniendo la tradición.
Al año siguiente, del cartel titulado Lolon, se editaron mil ejemplares, con un presupuesto de ochocientas treinta y cinco pesetas y en cuya convocatoria, la alcaldía invitó a los artistas de Alicante y su provincia a un concurso para la confección del cartel. Gracias a la obra, que se conservó en las dependencias del consistorio en perfectas condiciones, sabemos que además de las actividades habituales realizadas hasta entonces, en aquella edición se instalaron atracciones.
Las fiestas de la bella ciudad costera iban tomando forma y su organización, año tras año, superaba al anterior. En la década de los treinta, el concurso municipal para diseñar el cartel se convocó de forma habitual, estableciéndose un premio en metálico para los ganadores. En plena Segunda República, el cartel Rojo y Mar, uno de los más bellos editados hasta la fecha, se alzó con el premio, entre los veinte que se presentaron. El monto se estableció en la generosa cantidad de quinientas pesetas, lo que demuestra la importancia que los festejos tenían para los gobernantes de la ciudad.
Poco a poco las Fogueres de San Chuan se identificaron como una verdadera fiesta popular, donde hasta los deportes hicieron acto de presencia. Llama la atención también que en los carteles se anunciaran las rebajas de los precios en los viajes por ferrocarriles, autobuses y mar, para los asistentes a los festejos, lo que deja patente la vocación de la administración municipal por convertirlos en algo más que una fiesta local. Se tiraba la casa por la ventana y el evento se anunciaba a los cuatro vientos. El concurso de carteles fue consolidándose a la par que los festejos ganaban prestigio y, año tras año, aumentaba la participación.
En 1933 una preciosa litografía anunciaba actividades de lo más variadas, destacando la actuación de treinta bandas musicales, verbenas, tracas y una gran palmera de fuegos artificiales. Sin duda, las Fogueres de San Chuan eran ya la gran fiesta estival de la costa alicantina. A partir de 1934, los carteles anunciadores tuvieron menos color, debido a que la normativa limitó el uso de las tintas, siendo éstas solamente cinco y planas. No por ello las obras ganadoras perdieron calidad y fueron menos bellas. A las convocatorias concurrían artistas destacados y los negocios locales se beneficiaban también. Imprentas como Modernas Gráficas Gutenberg, Sucesor de Such Serra y Compañía y Gráficas Estilo, imprimieron durante varios años las obras ganadoras. Al año siguiente, las fiestas brillaron no solo por su atractivo lúdico y cultural, sino por su gran iluminación y su proyección internacional. Eso se refleja en el cartel ganador, elaborado con la clara intención de atraer visitantes hasta de Oran y de Argel.
No cabe duda que durante la República, por su carácter popular, las Fogueres de San Chuan alcanzaron su máximo esplendor. En 1936, los ninots y el fuego se convirtieron en los protagonistas indiscutibles de la litografía que anunciaría la última convocatoria durante muchos años. La Guerra Civil cambió el fuego purificador de origen mitológico por el fuego mortal de origen fascista, y significó un antes y un después escalofriante de los festejos, que fueron interrumpidos durante varios años.
Durante la guerra, Alicante sufrió ciento dieciocho bombardeos. Las hogueras desaparecieron y las bombas caídas del cielo, para matar y aterrorizar a la población civil, destruyeron la alegría de su población, regaron de sangre la tierra y sembraron su paisaje de muertos. En 1939, la ciudad se convirtió en el último reducto de legitimidad republicana, siendo la última en rendirse, y su puerto simbolizó la esperanza republicana para subir a un barco camino al exilio.
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Juan cerró la puerta y salió corriendo. Nada en el mundo le gustaba más que asistir a las clases de la Escuela de Artes y Oficios en la que había ingresado recientemente como flamante alumno. Lo inscribió el maestro de la Imprenta Laribal. Aún recuerda el día que se lo comunicó como el más feliz de su vida. Aquel hombre era un sabio, tenía buen corazón y supo apreciar en él ese extraño don que tienen los artistas. Sin dudarlo, se convirtió en su mecenas. A cambio, le pidió que algún día trajera a la imprenta el premio del concurso de carteles de las fiestas de San Juan. Si lo conseguía, saldaría la deuda que tenía con él.
El chico no lo pensó dos veces y se puso manos a la obra. Acababa de cumplir catorce años y se había convertido en un adolescente espigado y atractivo. Parecía mayor. Su madre estaba orgullosa de él y presumía de hijo en el vecindario. No era para menos. Había sido un perfecto aprendiz desde que el maestro Laribal lo acogiera en su taller. Había trabajado duro y la vida lo había premiado. Era buen estudiante, amaba el arte, el dibujo y la pintura y, lo más importante, estaba tocado por los dioses y lo que dibujaba llegaba al corazón. Era aplicado, obediente y constante, no se dejaba vencer por las dificultades y no tenía miedo al futuro. Adoraba a sus hermanas y no se cansaba de decir que algún día se haría famoso, ganaría mucho dinero y les daría a todas una vida mejor.
La escuela de Artes y Oficios le proporcionó un estimable nivel cultural y recibió educación de tipo técnico, en materias con perspectiva de empleo a corto plazo, para llegar a ser oficial y luego, maestro. Como en la Edad Media, él y su protector estrecharon lazos de amistad, llegando a considerarse de la misma familia La preparación que adquirió se orientó a las necesidades del momento concreto del país, finales de los cincuenta, pero su formación se centró en el aprendizaje de lo que más le gustaba, el dibujo artístico.
Todas las mañanas atravesaba la ciudad con los bártulos de dibujar, y en su gran carpeta de cartón atesoraba las láminas que entregaba al profesor. Fueron tiempos de estudio, de esfuerzo y de dedicación. Allí permaneció durante cuatro años, recibiendo el título de Pintor y Escultor en 1962 como el mejor alumno de su promoción.
En 1970 viajó a París, donde entró en contacto con numerosos artistas del momento. Allí vivió varios años y realizó su primera gran exposición. En esa etapa sintetizó sus emociones pintando personajes aislados, esquemáticos, enfrentados a la intensidad de la vida, siguiendo una línea singular de gran claridad expresiva. Más tarde viajó y se posicionó contra el imperialismo y las guerras que sobrecogieron al mundo. Realizó importantes murales por diversos países, que le dieron fama internacional.
Tras varios años de intenso trabajo, presentó en el Museo de Bellas Artes de París su obra Nacer con fuego, en la que recogió diversos elementos de la historia universal, de su tierra natal y de su experiencia vital. Plasmó en una deslumbrante sucesión de telas los bombardeos sobre la ciudad de Alicante, el parto de su madre entre lenguas de fuego, la desaparición del padre, la soledad de la adolescencia, el amor fraternal y el agradecimiento al hombre que lo apoyó. Todo ello contextualizado en los años de la postguerra española, la que sintió en sus propias carnes; telas donde su drama y su tragedia, como de todos los tiempos, no dejaban indiferente a nadie.

Llegó a lo más alto, pero nunca olvidó a su gente, ni el lugar donde nació. Tampoco olvidó sus promesas y, siendo ya un pintor reconocido a nivel internacional, se presentó al concurso de carteles de les Fogueres de San Chuan, bajo el seudónimo El diablillo aprendiz, donde obtuvo el primer premio. La obra se imprimió en la Imprenta Laribal y hoy forma parte de la colección de carteles que ilustran la historia de las fiestas de la ciudad.

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