martes, 11 de octubre de 2016

Perlas en la Charca, en la 13ª Feria del Libro de Cipolletti

Presentación de Perlas en la XIII Feria del libro de Cipolletti, Río Negro, Argentina
6 de octubre de 2016.

Fue, sencillamente, HERMOSO.

En la jornada estuvieron presentes tres narradoras orales -LAS DESPEGADAS DEL TEXTO-, el grupo municipal de Teatro -CEMUD- teatral del Municipio, AMELIA LACUENTEGUI, una cuenta cuentoscon una amplísima trayectoria en la provincia y ROMINA FRATARELLI, cantante, actriz y directora de teatro que nos acompañó con un tema musical cantado a capela.

Comenzó con la representación de INMUTABLE, de Felipe Grisolía; siguió la lectura de PENSAMIENTOS PECAMINOSOS, de Laura Valdez en la voz de Amelia y el público estalló en carcajadas. Luego cantó ROMINA FRATARELLI, al terminar la canción irrumpieron las narradoras haciendo el canon del micro de Cortázar (Amor 77):

"Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son."


Eso estuvo genial porque salieron desde el público y nadie entendía nada. Ya en el escenario Lorena Mattiti narró ALÉRGICA de Netty del Valle; Mercedes Hafford narró EL ESPEJO EMPAÑADO, de Liliana Ebner y Gabriela Nemiña narró INSPIRACIONES, de Laura Valdez.

Al irse comenzó a sonar una melodía de pajaritos y se proyectó un pequeño vídeo con bosques, duendes y hadas. Allí subieron al escenario un duende y un hada que interpretaron LA OTRA HISTORIA. Me tocó hacer la voz en off... FUE BELLO... 


Por último, subimos al escenario Lorena Mattiti y quien les habla; ella fue quien realizó la entrevista y hablamos un poco de la historia de la charca y de cómo se hizo Perlas y FIN... 


El público llenó la sala y todo fue, de verdad, hermoso. La gente se acercó a sacarse fotos con los artistas disfrazados y con la autora presente (yo).


Ahora, VILLA REGINA, en su primera Feria del Libro, nos espera. 















Laura Valdez


martes, 30 de agosto de 2016

RECUERDOS DE LES FOGUES DE SAINT JOAN, Juan Cristóbal Espinosa Hudtler


En todas las celebraciones oficiales, en las reuniones de familia y, casi en cualquier fiesta, el abuelo aprovechaba para contar su primer y último viaje a Europa. Fue en Madrid—decía con voz ilusionada— donde conocí a Mario. Gracias a él, pude presenciar una de las fiestas más bonitas que he visto nunca. Yo era por aquel entonces un modesto mecánico y como me había casado muy joven ya tenía a mis vástagos y mi obligación era la de mantener a mi familia. Me dedicaba a hacer troqueles en mi tiempo libre y era un maestro manejando el torno y la fresadora, así que, en la fábrica de baleros o cojinetes, como se llaman en realidad, el ingeniero Fuentes me hizo la proposición:
“Véngase con nosotros a España, don Alberto. Necesitamos que nos diga si los trabajadores podrían usar la maquinaria que queremos comprar en Europa”.
 No necesitaron rogarme mucho porque en cuanto se lo comenté a Laura, mi esposa, ella se puso contentísima y me dijo que le trajera un abrigo de mink para presumírselo a las vecinas. Salimos de México en la última semana de mayo, llegamos directamente a Madrid y el primer día, nada más bajarnos del avión, en lugar de ir al hotel nos llevaron a los toros y no me lo va a creer, pero llegamos a lo que después llamaron “La corrida del siglo”. La verdad, yo no sé mucho de toros y no me imagino por qué se les hizo tanta publicidad a los matadores esos. Bueno, a lo que iba, resulta que al día siguiente nos llevaron a la empresa para ver las máquinas.
A mí me gustó mucho que todo estuviera en sistema decimal porque en México sólo teníamos las mentadas pulgadas del sistema inglés, que las usábamos como jugando a las matemáticas, a los famosos quebrados, ya sabe, que, si media aquí, tres cuartos allá, un octavo por acá, en fin. Les hice unas tuercas, unos tornillos sin fin, unos árboles de levas y unos martillitos con los fierros viejos que estaban tirados por ahí.  Todos quedaron muy contentos y el empresario Don Ramiro le dijo al ingeniero Fuentes que me ascendiera nada más llegar a la fábrica porque, como decía, gracias a mí iban a hacer un negociazo. Y en realidad así fue, esos tornos y fresas deben seguir en uso hasta la fecha. Los siguientes días estuvimos paseando y como nos habían pagado los viáticos por un mes, pues aprovechamos para visitar muchos lugares famosos como El Prado, la rotonda del hotel Palace y El jardín del retiro. Probamos toda la comida que pudimos y, a la semana, ya no podíamos estar sin comer chile, ya sabe cómo somos nosotros, que sin picante no nos sabe la comida a nada. Al final, hasta eso nos consiguieron, nos trajeron de no sé dónde, unas salsas de habanero que nos picaban más, allá del otro lado del charco, que aquí en nuestra tierra.
Visitamos Toledo, sacamos un montón de fotos y, un día, sería la segunda semana de junio, don Mariano nos dijo que se iba a su tierra a las fiestas de Les fogues de Sant Joan y que si lo queríamos acompañar con todo gusto nos llevaba. Don Ramiro se quedó en Madrid porque sus nuevos socios lo habían invitado a Barcelona. El ingeniero Fuentes y yo nos fuimos a Alicante con Don Mariano que nos presentó a Mario su primo. De este Mario es precisamente del que les empecé a contar, pero como yo soy muy dicharachero, me van ustedes a perdonar, le he dado muchas vueltas para llegar hasta aquí. Pues, él, era muy joven, tenía una mirada muy viva y le encontramos un parecido con un cantante muy famoso y por eso le pusimos el apodo de Palito Ortega.
“Mi abuelo siempre bromeaba y trataba de hacer reír a la gente, aunque tenía sus ataques de mal humor, por lo regular, intentaba comprender a las personas o aclarar las situaciones y usaba su sentido común para enderezar las cosas. Después de su fallecimiento encontramos una pequeña caja de cartón donde guardaba con mucho celo algunos recuerdos de su viaje a España, es que en un compartimiento secreto que había hecho en el fondo, había tres cartas de una mujer de apellido Villanueva, Estela López Villanueva que era la hermana de Mario y había tenido un romance con mi abuelo. Al parecer, según las deducciones de mi padre, quien fue el que las descubrió, cuando mi abuelo llegó a Alicante en vísperas de la fiesta de las hogueras de San Juan, fue a comer a casa de la familia López y conoció a Estela. Mi abuelo se refería a ella como a una mujer con una voz muy bonita, finita y con buen carácter.
En la foto y en las cartas, dos escritas en Alicante y una recibida en México por correo, se ve claramente que Estela era completamente diferente de como la describía el abuelo, pues no era finita ni tenía la cara dulce e infantil, al contrario, era una mujer con un cuerpo muy fértil, atractiva y con un halo de mujer fatal que seguramente volvió loco al abuelo, pues siempre se había caracterizado por ser un seductor, sujetado sólo por las riendas del matrimonio, pero era por todos conocido el efecto que causaba su amable voz y su bigote de revolucionario en las mujeres. Pues, creemos que al contar tan lentamente su participación en la fiesta de las hogueras de San Juan, lo único que hacía era rememorar los momentos en que tuvo su relación con Estela y el brillo de nostalgia que todos veíamos en sus ojos, no era más que las caricias de aquellas manos y los apasionados besos que se dieron”.
Pues, Palito Ortega nos llevó a su casa y ahí nos recibieron con una comida deliciosa, habían preparado una paella con mariscos y una jarra enorme de sangría. El ingeniero Fuentes me había invitado una vez a un restaurante español en el centro histórico en el D.F y, por eso, dijo que ya teníamos la oportunidad de comparar las famosas paellas y las sangrías del restaurante La Valenciana con una de verdad. Se la pasó toda la tarde alabando la comida, hizo sus acostumbradas bromas y por la noche nos llevaron a un hostal muy antiguo que nos recordó a la ciudad de Guanajuato. Pasamos una noche muy tranquila, pero al día siguiente llegaron por nosotros Mario y Estela para ir a la inauguración de las hogueras de San Juan. Estelita había sido una finalista en la elección de la Bellea del Fogue hacía dos años y dijo que en esas fiestas y, por tratarse de nosotros, se pondría su vestido e iría a la inauguración con su ropa de festejo. La cosa empezaba en la noche con la presentación de unas estatuas enormes de un material de yeso y madera, Mario me dijo que las quemaban y que se presentaban dos ejemplares: una grande y su reproducción en pequeño. También, me aclararon que había un museo donde se conservaban las estatuas ganadoras. Ese día y los siguientes anduve todo el tiempo con Estelita que me había prometido contarme, de pe a pa, toda la tradición. Gracias a ella pude probar las cocas saladas que era como botanas o remedos de pizza o simplemente chiles dulces con embutidos y otras cosas que no les describo para que no se les haga la boca agua.
 Con mis anfitriones pasé unos días muy alegres e interesantes. Pude ver la plantá con toda esa gente trabajando para colocar las enormes figuras de personajes de todo tipo que parecían de verdad, vi con mis propios ojos, perdón por la redundancia, a los labradores y sus compañeras, además a las damas de gala que iban re-que-te arregladas y parecían sacadas de las películas de Sarita Montiel, luego acompañé a Mario y su hermana a hacer la ofrenda de flores a la Virgen del Remedio, que es la patrona de Alicante, más o menos como nuestra Virgen de Guadalupe, después fuimos a la entrega de los premios y aplaudimos cada vez que anunciaban una categoría y el puesto que había ocupado la hoguera. Mario tenía unos amigos que habían hecho una de esas estatuas, pero no ganaron nada, y, ya para terminar presenciamos los cohetazos o chupinazos esos que casi nos reventaron los oídos y la cremá, o sea, la cremación o quema. Daba un poco de lástima ver cómo se consumían con el fuego esas obras de arte, pero la gente estaba feliz y el ingeniero Fuentes y yo también, pues nunca habíamos visto nada parecido. Luego ya volvimos a la capital, a las actividades, y si alguien me pregunta si le traje el abrigo de mink a mi mujer, pues tendré que confesar que no lo pude conseguir por andar en la fiesta, pero traje un montón de dulces y recuerdos que a todo mundo le encantaron.
“Así contaba su viaje el abuelo y se lo sabía de memoria, en ocasiones le fallaban algunos detalles, sobre todo los últimos años, pero de las mil veces que lo habrá narrado, se podría decir que lo había hecho de esa manera. ¿Cómo volvió de España el abuelo? —le preguntábamos a la abuela y ella nos respondía que se había transformado por completo, que era como si se hubiera ido un hombre y hubiera vuelto otro, pero que la gente sólo notaba un nuevo brillo en sus ojos. En ocasiones, el abuelo Alberto se encerraba durante una hora en su habitación y pedía que no lo molestaran. Podía acabarse el mundo y él no salía, aunque eso le costara la misma vida. Creo que las siguientes líneas de las cartas que recibió podrían explicar mejor la causa de su encierro, y la pena que comenzó a marchitar el alma de la abuela Laura. Cuando los veíamos juntos, teníamos la impresión de que seguían amándose como siempre —dice mi padre—, pero en realidad la abuela llevaba una pena terrible por dentro, al final ese dolor la mató y falleció antes que el abuelo. Dejo aquí el contenido de las cartas de Estela para que puedan hacer conjeturas”.
Primera carta.
Querido Alberto:
Me ha causado una fuerte impresión lo que me dices en tu carta. Tu declaración me hace muy feliz porque tú también me robaste el corazón desde que te vi llegar con mi hermano. Lo que dices de mí me agrada y yo también tengo ganas de estrecharte en mis brazos. No te preocupes por tu situación, entiendo perfectamente que lo nuestro es imposible, pero si has oído esa frase:
 “Hay razones del corazón que la razón no entiende”.
Y es lo que me pasa a mí, sabrás que, aunque lo nuestro sea breve, durará por siempre. Sé que es un poco cursi decirlo, pero es lo que siento. Anoche antes de irte, cuando estabas despidiéndote de mí y me apretaste la mano, sentí que me ibas a llevar contigo. No quería resistirme y fue por eso que di un paso sin quererlo. Tú te reíste mucho, pero el ingeniero Fuentes llevaba prisa, así que nadie notó el desliz. Mañana cuando vayamos a las barracas podremos conversar con más libertad. Espero que llegue el día de mañana.
Segunda carta.
Amor mío:
La experiencia de ayer fue increíble, nunca me imaginé que un hombre pudiera ser tan tierno con una mujer. No pude dormir por estar pensando en ese encuentro tan bello. Me estremezco al recordar tus caricias y creo que me será muy difícil aceptar tu partida. Como me dijiste ayer, tu estancia en Alicante se termina porque pasado mañana vuelves a México. Me gustaría irme contigo a Madrid y luego al fin del mundo, sin embargo, es imposible. Nunca podré olvidarte y creo que podría esperarte lo que fuera necesario. Sé que, para ti, tu familia es todo y que la distancia nos hará olvidar lo que sucedió, pero me gustaría que fuera posible lo imposible. Que pudiéramos estar juntos y quedarnos uno al lado del otro para siempre. No sabes cómo me duele esta despedida. No sé si podré mantenerme firme cuando nos despidamos mañana, Será la prueba más dura de mi vida. Te amo.
Tercera carta.

Querido Alberto:
Han pasado seis meses desde que te fuiste a tu país y quiero que sepas que ha sido un infierno vivir sin ti, es por eso y, para evitar que te divorcies, que te envió dos cosas con la presente misiva. La primera es una fotografía mía para que revivas el momento de nuestra unión, estoy con el traje que te gusta tanto con esos rollos de encaje en la cabeza, como me decías después de que hicimos el amor. Tu fotografía me encanta, te ves muy guapo con tu mono de color azul, con esas mangas arremangadas y tu enorme torno en pleno funcionamiento, me vuelve loca la expresión de alegría que muestras al ser sorprendido por la lente, me recuerda tu cara cuando te pregunté qué harías si yo fuera tu esposa. La segunda cosa es menos alegre. Te comunico que pienso casarme. He conocido a un chico que es abogado, es muy amable y trabaja mucho, no se parece nada a ti, por eso creo que podré vivir con él sin olvidarte. Siento mucho que el destino nos haya puesto tan lejos al uno del otro, pero quiero que sepas que, a pesar de la distancia nuestros corazones estarán unidos hasta el final.
Siempre tuya, Estela.
El abuelo siempre quiso regresar a España, nunca reunió el dinero suficiente para el viaje y cayó con regularidad en sus lapsos de adormilamiento y de mal humor. Tal vez, quisiera regresar para ver a Estela y pedirle que dejara a su marido y que se escapara con él. Quizás no pudo soportar el silencio que le creó infinidad de dudas sobre el destino de su amada y comenzó su lucha para no perder el juicio. Podríamos hacer muchas hipótesis, pero la verdad es que siempre se mantuvo firme aparentando y encubriendo su dolor, gracias al constante recuerdo de su unión con Estela, quién le cambió la vida por completo y lo acompañó hasta el último día porque sus palabras al morir fueron:
“Estela, muéstrame Les fogues de Sant Joan”.


viernes, 26 de agosto de 2016

AMOR EN LES FESTES DE SANT JOAN, Liliana Ebner


Muchos años pasaron desde que, con el entusiasmo de la juventud, decidió hacer un largo viaje, que la depositó frente al Mediterráneo, en la bella ciudad de Alicante, para celebrar allí la presentación de un nuevo libro y, festejar las <<Fogueres de Sant Joan>>. En ese lugar, casualmente se enamoró por primera vez de un dulce muchacho de mirada pícara que nunca olvidó. Fue su primer amor, fue el que delicadamente le enseñó a besar, fue el que despertó en ella sensaciones que nunca más experimentó. Pero la magia terminó, las hogueras se apagaron, y aunque ellos no lo supieran, dejaron en ambos una chispa encendida que ni el tiempo ni la distancia pudo apagar.
 Cada uno regresó a su hogar, a su vida de siempre y el tiempo pasó. La nieve de muchos inviernos cubrió sus cabellos y muchos otoños dejaron nervaduras en la antes sedosa y tersa piel.
En las noches de insomnio ella recuerda aquel encuentro y siente aún el temblor en el cuerpo al pensar en esa noche de pasión, con aquel que fue y será por siempre su único amor, aunque ambos hayan tomado caminos diferentes. Tal vez él también la recuerde. Desearía que fuera así.
El avión procedente de Argentina, previa escala, deposita a Brisa en Alicante.
Mientras recorre con el taxi el camino hacia el hotel, no deja de maravillarse con la belleza de ese lugar del que tanto ha escuchado hablar a su abuelo.
El chofer va haciendo las veces de guía turístico:
—A su izquierda señorita, tiene usté el Monte Benacantil donde no podrá dejar de visitar el Castell de Santa Bárbara.
—Maravilloso— contesta Brisa con los verdes ojos iluminados, recorriendo ese monte de aristas irregulares que le trae el recuerdo del color ocre de las mesetas patagónicas, de donde provienen sus ancestros.
—El Castillo es un símbolo de nuestra ciudad, corona la cumbre del monte.
—Ah, sí, cada lugar tiene algo especial. Donde mi abuelo pasó su niñez y adolescencia, en el sur argentino, en una ciudad costera, el ícono es un faro, él siempre lo recuerda con nostalgia. Cuando miro sus ojos, veo pasar por ellos muchos recuerdos y se le humedecen cuando me habla de ellos.
—Viene usté a  presenciar <<Les Festes de Sant Joan>>?
—Sí, sí, contesta Brisa girando la cabeza para admirar el azul profundo y maravilloso del mar.
—Es un espectáculo digno de ver, los alicantinos agradecemos la presencia de los turistas y yo espero que disfrute de una noche mágica. Quién sabe, tal vez entre el calor de las hogueras, la algarabía de la gente, las risas y cantos alegres, encuentre el amor— dijo el sonriente conductor.
—Mmm… estoy entusiasmada con las fiestas, mi abuelo me ha hablado siempre de lo alegres y coloridas que son, pero eso de encontrar el amor… no, no estoy buscando nada y no creo encontrarlo aquí.
—Nunca se sabe niña, el amor se esconde en cada recodo del camino y tal vez brote como una llamarada y se instale en su corazón.
Ambos ríen mientras a su paso desfilan las colinas que contrastan con el azul intenso del Mediterráneo.
 Brisa se hospeda en el hotel y duerme profundamente después de un viaje tan largo.
Casi del otro lado del mundo, Agustín aborda el vuelo que desde Sydney, previas escalas, lo depositará en Alicante. La primera vez que este esbelto muchacho rubio de grandes y profundos ojos claros salió de su ciudad natal, lo hizo en compañía de sus padres y abuela. Viajaron muy lejos, a ese país llamado Argentina, donde tiene parte de sus raíces y de su historia. Esta vez, emprendía un largo viaje, pero lo hacía solo, acompañado por relatos escuchados y entusiasmado por vivir esa experiencia que tantas veces la abuela le había contado.
Esa abuela lo había convencido de que participara de esos festejos espectaculares, que se remontan a tiempos pasados, donde los labradores celebraban el día más largo del año para la recolección de las cosechas y la noche más corta para la destrucción de los males. Así recuerda Agustín las historias escuchadas.
Después de casi un día viajando, llega a su destino, que lo recibe mostrándole sus montes rocosos, sus barrancos, vaguadas y sus ramblas, además de sus maravillosas playas y calas.
—Tiene razón mi abuela—, piensa Agustín mientras el bello paisaje desfila raudamente ante sus ojos, esta tierra es bellísima.
Al llegar al hotel y luego de un reconfortante baño se desploma sobre la cama hasta el siguiente día.
Todo está preparado ese 20 de junio en Alicante. Desde temprano comienza la “plantá”. Cada hoguera está siendo armada, colocada en cada barrio, para que todos puedan verlas y admirarlas antes de la “cremá”. Inmensas, coloridas, llenas de creatividad.
Los turistas y los lugareños sienten un placer especial al ver quemarse los ninots, creen que de alguna manera se desprenden de malas vibraciones, se purifican. Los muñecos tienen un aire satírico que predispone a todos al buen humor, a comentarios jocosos y a risas compartidas. Las <<Bellea del Foc>> de cada barrio, son admiradas por sus típicos y costosos vestidos y por su singular belleza.
Brisa recorre embelesada cada rincón, no puede creer la alegría que allí reina, todo está impregnado de una energía que se transmite por el aire y hace que el cuerpo dance al ritmo de la música contagiosa que ofrecen las diferentes bandas. Las “portadas” de cada barraca iluminan su rostro y dibujan una mueca de admiración al ver tanta imaginación puesta en la elaboración de las mismas, y el atractivo que ofrecen a la vista.
Agustín, repuesto del viaje, degusta una bebida tradicional en una barraca popular, denominada por los alicantinos <<paloma>> .
Son días de bullicio, de fiesta inolvidable.
Cada uno por su lado recorren la ciudad, se emocionan ante el espectáculo de la ofrenda floral a la Virgen de los Remedios y se asombran ante el estruendo que produce la <<mascletá>>.
Son cuatro jornadas intensas hasta el final, cuatro días de festividad que quedan grabados para siempre como un espectáculo increíble.
 El 24 de junio, cuando el sol comienza a esconderse, la gente se va agrupando alrededor de los ninots, esos monumentos confeccionados con cartón y madera, de características burlescas, esperando la famosa cremá que se producirá a las 12 de la noche.
Brisa y Agustín se encuentran entre esa multitud. Ella ha perdido el abrigo. Agustín tropezó con él y lo colocó en alto, para ver si aparecía la persona que lo había perdido.
—¡Es mío, es mío!— escucha a sus espaldas. Se da vuelta y ambos quedan  mirándose, y, en la profundidad de esos ojos claros, una chispa se enciende.
—¡Qué suerte que lo encontraste!—dice Brisa sonriente mientras Agustín queda petrificado ante su belleza y simpatía.
—No eres de aquí, ¿verdad?—pregunta el muchacho ya repuesto del impacto.
—No, contesta Brisa, soy argentina, pero vos tampoco sos de acá.
—No, soy australiano, pero mis abuelos y mi padre son argentinos. ¡Qué casualidad!
—¡Ah! Entonces conocerás bien mi país, habrás ido varias veces. Hablas bastante bien el castellano
— Sí, claro, he ido un par de veces, pero es un viaje demasiado largo y no hay muchas oportunidades de hacerlo. En casa hablamos mucho en español, aunque mi gramática es fatal.
—¿Cómo se te ocurrió venir a ver este espectáculo?,—pregunta Brisa mientras mira la hora en su móvil.
—Mi abuela siempre habla de las tradicionales hogueras alicantinas. Ella estuvo aquí hace muchos años y tiene recuerdos maravillosos de esta celebración. Siempre me dijo que debería verlas, aunque fuera una vez en la vida, que lo hiciera por ella.
—Otra casualidad, mi abuelo también tiene recuerdos muy hermosos de una vez que vino a presenciarlas y estaba muy feliz de que yo hubiera decidido venir.
—¿Cenaste ya?— porque yo estoy sintiendo ruidos en el estómago y ese olorcito que viene de las barracas me estimula el apetito— dice la muchacha mientras se frota el estómago.
—Buena idea, contesta Agustín. Busquemos algún lugar donde probar la coca y tomar anís con hielo.
Ambos, imbuídos de una alegría inigualable, con los rostros alegres y sonrojados por la ansiedad de esa juventud maravillosa, se sientan a degustar las típicas comidas de esas celebraciones :<<soparet alicantí>> y <<coca amb tonyina>>
Conversan sobre sus vidas, encuentran muchas coincidencias y afinidades.
Ambos son amantes de la lectura y gustan de escribir. Ella es médica y está escribiendo sobre temas pediátricos. Él, abogado, escribe sobre historia de los pueblos originarios.
Comparten el gusto por la naturaleza, por los viajes y por todo lo que tenga que ver con lo humanístico.
—Ahora que hemos saciado nuestro apetito, vayamos a ver los fuegos—dice Brisa llena de entusiasmo, tomando a un desprevenido Agustín de la mano.
Los dos corren hacia donde el gentío baila y canta y se contagian con esa música y esa alegría. Las calles desbordan de gente, las fogatas encendidas dan a la ciudad un aspecto imponente y los jóvenes se mezclan a cantar y bailar entre la multitud que colma la calle Alfonso el Sabio, donde destaca la hermosa portada de la barraca “Les Chuanos”. Allí, Brisa y Agustín, como el resto de los jóvenes, piden deseos y se detienen a mirarse con los ojos encendidos de alegría, y de algo más que iba despertando en esa inolvidable noche de junio.
—¿Sabes que si nuestros deseos son pedidos con mucha fuerza y fe se cumplirán?
—Cerremos los ojos entonces y pidamos que la vida nos permita la magia de un nuevo encuentro.
Y así, abrazados y en silencio, elevan desde lo más profundo de sus corazones ese romántico pensamiento.
El Ayuntamiento, San Blas, Benalúa, calles que recorren admirando a los ninots, abarrotadas de gente y de ruidos, y, el fuego que danza despidiendo chispas rojas, amarillas y azules, son testigos ocasionales de confidencias, de besos y caricias en esa noche que no desean que llegue a su fin.
Él la mira y tomando su cara entre las manos, deposita un suave pero apasionado beso sobre los labios de esa hermosa niña de la que ya se ha enamorado.
Brisa se sorprende, pero entrelaza sus brazos alrededor del cuello de él y responde con emoción a ese beso que le quema y le recorre el cuerpo. Se miran con algo de incredulidad por el hecho producido.
—Sentí necesidad de besarte, de decirte que tus ojos me hechizaron y que el calor de estas hogueras me impulsan a decirte, sin equivocarme, que te amo. Decirte que esperaré el tiempo necesario para que volvamos a encontrarnos, decirte que te tengo desde este momento en mi corazón para siempre—. Ella sonríe tímidamente primero y luego, una carcajada sale de su boca.
—No puedo creerte, recién nos conocemos
—Sí, es cierto, pero algo mágico despide esta candelada y me hace comprender que me enamoré perdidamente de esta maravillosa mujercita que esta noche tan especial y brillante ha puesto en mi camino
—Ella lo mira con ternura y le acaricia el rostro suavemente.
—Dejemos que el tiempo decida, no olvidemos que la distancia que nos separa es mucha.
—Es cierto, pero estoy seguro que no podré olvidarte y que la lejanía acrecentará mi amor.
Volvieron a besarse apasionadamente en esa fascinante noche, donde las hogueras que sirven para purificar y dar más fuerza y energía al sol, les transmitían el poder especial del amor.
El amanecer de un nuevo día los ubica en la realidad. Con los zapatos en la mano emprenden el regreso al hotel, después de una maravillosa noche.
El desayuno es casi silencioso. Los ojos claros de los enamorados están velados por las lágrimas y una sombra de tristeza se ve dibujada en sus rostros.
—¿Cuándo podremos volver a encontrarnos?—pregunta él con voz temblorosa.
—No lo sé… es imposible poder fijar una fecha. Estamos demasiado lejos.
—Nada es imposible si crees. Mi abuela siempre me dice eso.
—Sí, puede ser, contesta Brisa enjugándose las lágrimas que no puede contener.
Se levantan y tomados de la mano cruzan el hall del hotel. Allí, en un rincón, un gran globo terráqueo destaca entre floreados sillones.
—Vení, dice ella con una tenue sonrisa. Se acercan al adorno y Brisa continua diciendo:
—Hagamos girar el globo, cerremos los ojos y coloquemos un dedo, donde se apoye, en ese lugar nos encontraremos.
Y así lo hicieron. Al abrir los ojos, grande fue su sorpresa al ver el destino: Caribe.
Ríen los dos a la vez y se abrazan llenos de esperanza.
—Le diré a mi abuela que me acompañe, ella tiene recuerdos hermosos de algunas  paradisíacas playas. Siempre cuenta que nunca podrá olvidar un viaje en especial, con ese mar turquesa, con la luna delineando un sendero de plata y las blancas arenas hundiéndose bajo sus pies. Además, me gustaría que te conozca, estoy seguro que le vas a encantar, como ella suele decir.
—Muy buena idea Agustín. Tal vez mi abuelo me pueda acompañar. Él en su juventud también disfrutó de muchas playas y sé que el agua cálida le satisface mucho. Cuando le cuente nuestro romance también querrá conocerte, ¡porque es celoso de mí!
—Mi abuela no sé si es celosa, tal vez en algún momento de su vida lo haya sido. Pero de vos, Brisa, no tendrá celos, porque estoy seguro que pensará que sos la novia ideal.
Y diciendo esto, se besan con la fuerza del amor recién nacido, con la rabia de tener que alejarse, mezclando lo salobre de las lágrimas con la dulzura de sus labios.
Cada uno emprende el largo regreso a casa. Dos aviones dándose la espalda, dos jóvenes esperanzados con un nuevo encuentro: 5 de mayo. Casi un año deberán esperar.
Durante ese tiempo, sin duda habrá cientos de horas pasadas acariciando un teléfono como si fuera la mano del ser amado, muchos días de risas y también de llantos, pero no morirá el deseo de un nuevo encuentro, deseo que se agigantará en el tiempo y la distancia.
Ambos se duermen con una sonrisa, recordando las promesas, soñando con el mañana.

En ningún momento ninguno preguntó, el nombre de sus abuelos.

DE VUELTA A CASA, Laura Valdez

—Señores pasajeros, bienvenidos a España. Si usted está de regreso, queremos desearle una bella vuelta a casa. Por el contrario, si es la primera vez que visita nuestro país…
La mujer miró por la ventanilla del avión y se preguntó en qué categoría entraría su llegada al país que la vio nacer. No sentía que fuera una bienvenida, había vuelto obligada por las circunstancias después de haber jurado, una y mil veces, que jamás volvería a su terruño.
***
—No puedes, Patricia, no puedes ignorar que papá se está muriendo.
—¿Me lo decís en serio, Alberto? ¿De verdad pretendes hacerme volver apelando a mi deber de hija? ¿Es necesario que te recuerde que papá me echó como un perro sarnoso de nuestra familia? ¿Es necesario decir que no se me permitió volver a ver a mi madre, mi hermano ni al ser que más amé en esta vida…?
Los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y la voz se cascó en su garganta.
—No me pidas esto, Alberto, te lo suplico. No me creo capaz de volver.
—Pero tendrás que hacerlo, hermanita. La familia te necesita ahora más que nunca. Por favor, no dejes que papá muera pensando que aún lo odias.
—Es que lo odio.
—Por favor, hermana mía…
La conversación duró aún varios minutos. Cuando colgó el teléfono, Patricia ya tenía anotado el número de vuelo que su hermano había reservado para ella.
***
Al bajarse del tren sintió que el suelo se abría bajo sus pies y que era imposible sostenerse sobre sus piernas. Intentó reconocer algo de lo que estaba viendo, pero le resultó inútil. La brisa del Mediterráneo acarició suavemente su rostro y, a sus oídos, llegaron los suaves sonidos de las olas que morían en la playa; esa caricia y esos ecos no eran como los de antaño. El pueblo de su infancia ya no existía; en su lugar, se levantaba una bellísima y moderna ciudad.
Hacía cuarenta años que había abandonado el lugar, despreciada por su padre, aborrecida por la sociedad, ahogando a su madre y a su hermano en el mayor de los dolores y dejando en el olvido al único hombre que amaría jamás. No tuvo opción, le arrebataron todo y la enviaron al otro lado del mundo, al sur de América, con unos parientes que nunca había visto, a pagar una condena que no se merecía. Su única culpa había sido amar.
La imagen del pueblo había quedado grabada en su memoria; cada día, por horas, minutos o segundos, todo su pasado le caía encima y la hacía preguntarse por qué no volvía a buscar lo que era de ella. Cada día, entonces, el miedo y la culpa la alejaban del regreso y la hacían jurarse que nunca volvería. Cuarenta años después, parada en la estación de trenes, no podía evitar el profundo extrañamiento que le producía el lugar.
A lo lejos, vio aparecer una figura; era un mendigo sucio y maloliente que deambulaba por el lugar. Patricia trató de alejarse, pero no fue lo suficientemente rápida y el hombre se acercó hasta ella
—Buenos días, guapa, ¿no tiene algo que pueda compartir conmigo?
Ella lo miró con curiosidad, la mirada derrotada y el rostro curtido calaron en lo más profundo de su alma.
—Lo siento, amigo. No tengo nada, estoy esperando que  vengan a buscarme.
—Esperar, esperar… Hace años que espero… Y el milagro se resiste —dijo el hombre, y volvió sobre sus pasos.
A los pocos minutos llegó su hermano a buscarla. El encuentro fue indescriptible; fundidos en un abrazo eterno, pretendieron recuperar el tiempo y la distancia, aunque lo sabían imposible.
—Sigues siendo la mujer más bella que he visto.
—No seas zalamero, a todas les dirás lo mismo —rio la mujer, y volvió a apretarse a su hermano, tratando de borrar toda la ausencia de esos años.
Juntos, se encaminaron a su casa.
***
—Patricia ¿dónde estás? —gritó la madre, asomándose al jardín soleado y cálido de aquel 20 de junio— ven adentro, debemos prepararnos para la fiesta, niña.
La joven, trató de escabullirse de los brazos de su amado, pero no le fue posible. Federico la abrazaba con fuerzas, casi con miedo de perderla. Estaban ocultos en la inmensa glorieta del jardín, el perfume de los jazmines inundaba el lugar y ambos se sentían en el paraíso.
—No vayas todavía, es temprano, quédate un rato junto a mí.
—No puedo, Federico, mamá va a sospechar.
—No me dejes así.
—No insistas, no puedes quedarte. Si mi padre te viera aquí te mandaría fusilar.
—Sí, lo sé. Pero daría mucho más que mi vida con tal de estar contigo por entero, en cuerpo y alma.
Patricia sintió que el ardor cubría sus mejillas. Amaba a ese hombre por sobre todas las cosas y estaba dispuesta a esperar el tiempo que hiciera falta para que su padre lo aceptara. Sin embargo, en lo más profundo de su alma, sabía que eso nunca ocurriría. Que tan solo un milagro, o una gran desgracia, le permitirían compartir la vida con ese soldadito huérfano y pobre, como una vez lo llamó su madre.
Su familia pertenecía a la más alta sociedad de Alicante; habían vivido allí por generaciones y acumulado poder político, social y económico. Ella, con sus quince años, ya había sido comprometida al hijo mayor del alcalde.
Cuando conoció a Federico, aquella lejana y fría tarde de enero en que el muchacho ofrecía sus servicios a cambio de un plato caliente de comida, nunca imaginó que llegaría a amarlo tanto. Su madre, una mujer amable y generosa, lo contrató para que se ocupara del jardín de la vivienda; poco después, con la ayuda de su padre, el joven ingresó al Ejército y fue nombrado guardia en el castillo de Santa Bárbara. Desde entonces, los encuentros habían sido a escondidas de la familia, ya nada justificaba mantener una charla, o cualquier otro tipo de contacto. Pero los jóvenes estaban enamorados y no podían luchar contra eso.
—Patricia, hija ¿dónde te has metido? Ven rápido, debemos prepararnos para la fiesta.
Federico soltó suavemente a Patricia; cuando esta comenzó a alejarse, la tomó por la cintura y acercó su boca a su oído.
—Ven esta noche conmigo, mi guardia en el castillo termina al anochecer. Podemos ir a la playa y estar juntos mientras los otros montan las hogueras. Nadie te buscará…
La joven corrió hacia su casa. Cientos de pensamientos se agolpaban en su mente y miles de sensaciones corrían por su cuerpo. ¿Qué podría pasar si fuera con su amado?
***
Parada frente a la fachada del caserón, la mujer sintió nuevamente que su cuerpo se desvanecía. « ¿Qué estoy haciendo aquí?» volvió a preguntarse, en tanto su hermano bajaba del auto con su equipaje.
El barrio estaba igual, las casonas se levantaban imponentes y majestuosas ante la vista de los visitantes. Los jardines morían al borde de las calles y, a lo lejos, se percibía el suave arrullo del mar. El sonido molesto y penetrante de la ciudad había quedado olvidado varios kilómetros atrás. Patricia siempre había amado ese lugar, la intimidad del suburbio, las calles que se extendían anchas y rectas, los jardines extensos y floridos y el aire puro del mar.
—Entremos, hermana.
La mujer ascendió lentamente los escalones hasta la soberbia puerta de entrada. Por un segundo, sintió que hacía apenas unas horas que se había alejado de allí; que su madre saldría a abrazarla y reclamarle por la demora y su padre, serio y recto, le daría las buenas noches y se iría a descansar. El frío aire que se coló por la puerta la sacó del ensueño. La casa estaba oscura, fría y tenebrosa.
Cuando sus ojos se adaptaron al interior, vio la figura del anciano sentado en una silla de ruedas. Al encontrar su mirada, reconoció en él al hombre que más había odiado durante la mayor parte de su vida; sin embargo, al descubrirlo tan viejo, tan enfermo y tan derrotado su corazón se llenó de aflicción y corrió a abrazarlo.
—¡Padre!
—Hija, perdóname, hija mía.
La mujer se hincó a su lado y una catarata infinita de lágrimas brotó sin parar. Allí postrada, lloró por la muerte de su madre, a quien nunca más había visto; por los años de su juventud, inmersos en el odio y la culpa; por lo que no pudo ser y por lo que fue. Su llanto no se detuvo y traspasó la manta que cubría las piernas de su padre, hasta llegar a la piel.
—Hija, perdóname. Fui soberbio, orgulloso, obcecado y ciego. No fui capaz de entender tu amor, ni el de tu madre, hasta que las perdí a ambas.
Patricia se abrazó a su padre y quedó junto a él hasta sentir que su alma, lentamente, se llenaba de vida. La de su padre, en tanto, se fue apagando lentamente.
***
Hacía mucho calor aquel 20 de junio. La joven acompañó a su madre hasta el taller en el que se estaba diseñando la hoguera; era una de las diseñadoras y quería asegurarse de que todo estuviera siendo bien realizado; al día siguiente, el jurado debía anunciar cuál de las presentadas recibiría el premio. Ese día, además, su madre debía elegir entre las muchachas que llevarían los ramos a la Virgen del Remedio; sin que esta se diera cuenta, Patricia se escabulló entre la multitud y comenzó a caminar hacia los pies del castillo monte.
El aire se hacía escaso y denso en su cuerpo, la ansiedad del encuentro y el miedo a ser descubierta le quitaban el aliento; pero no habría obstáculo en el mundo que le impidiera llegar hasta los brazos de su amado.
—Federico…
La joven llamó con fuerza y él giró sobre su cuerpo. Parado junto al mar, parecía un verdadero dios del Olimpo.
—Patricia, has venido.
Ambos se fundieron en un cálido abrazo y unieron sus labios en el más exquisito acto de amor. Federico la tomó de la mano y juntos caminaron por el lugar, procurando no ser vistos. Cuando el sol comenzó a esconderse tras los montes, Patricia partió hacia la ciudad prometiéndole a su amado volver al día siguiente.
La magia de aquellos ojos verdes y profundos la acompañaría durante toda la noche, trastocando sus sueños infantiles en profundos deseos carnales. El tiempo del reencuentro le resultó interminable.
***
Por esas increíbles ironías del destino, Don Antonio, el padre de Patricia, murió el día de San Juan. La ciudad bullía de risas, sonidos y alegrías; el cementerio, en cambio, reposaba en el dolor y la condolencia. La ceremonia del entierro fue muy austera; sin embargo, parecía que todo Alicante estaba allí. Los hermanos, unidos en el dolor, recibieron el amor y el respeto de los incontables amigos y conocidos que se acercaron a saludar.
Muchos miraron con curiosidad a Patricia, no creían volver a verla; otros reaccionaron con naturalidad, no esperaban otra cosa de aquella dulce joven que, un día, había debido irse del lugar manchada por el deshonor y la vergüenza. La mayoría, en cambio, la miró con desprecio y rencor. La acusaban de la temprana muerte de la madre y del triste final del padre.
Cuando todos abandonaron el lugar, un mendigo se acercó a la tumba. Parado a su lado intentó entender qué estaba haciendo allí, por qué volvía una y otra vez a buscar noticias de esa familia… Se hizo la noche y, aterido de frío y cansancio, se recostó junto al sepulcro.
***
Alicia, la madre de Patricia, no cabía en sí de orgullo. Su plantá había sido elegida como la mejor en su categoría. Había recibido la noticia por la mañana temprano y la algarabía reinaba en el hogar. Patricia, por su parte, esperaba con ansias la llegada de la tarde para volver a encontrase con Federico; ese día tocaba la entrega de las flores y aprovecharía la ocasión para volver a escabullirse hacia el castillo. Con las buenas nuevas, su madre estaría muy ocupada como para darse cuenta de su ausencia.
Esa tarde el calor era agobiante, correr junto a su amado le llevó más esfuerzo que el día anterior, pero la emoción del encuentro le daban fuerzas extraordinarias. Sin embargo, al verlo sintió que algo grave pasaba.
—¿Federico?
El joven clavó en ella sus profundos ojos verdes y las lágrimas se derramaron sin contención.
—¿Qué ocurre, amor mío? —insistió la joven, sin saber qué pensar.
—Me mandan a Madrid, Patricia. Esta mañana me dijeron que requieren de mis servicios allá. Debo partir apenas terminen las fiestas.
La joven no pudo creerlo, la tristeza invadió su alma y se arrojó a los brazos del soldado tratando de eternizar el momento. Sin que mediaran más palabras, el abrazo se transformó en besos y estos en el más bello acto de amor. Bajo el cielo de Alicante y sobre las cálidas arenas de Postiguet, fueron hombre y mujer, macho y hembra, convirtiendo el deseo en realidad y el amor en carne.
Muchas horas después, los amantes se desprendían del abrazo jurándose volver al día siguiente… Y un amor eterno.
***
La mujer recorrió la ciudad descubriendo, a cada paso, un nuevo mundo totalmente diferente del que anidaba en su memoria. Solo la fiesta de San Juan, que estaba en su momento más importante, le permitía percibir algo de aquel lejano pasado. Recorría la plaza de los Luceros mientras miles de personas, reunidas allí, disfrutaban la mascletà, e intentaba recuperar los años perdidos. El gentío, a su alrededor, no parecía darse cuenta de su existencia y ella, inmersa en ese anonimato, deseó con toda su alma poder volver en el tiempo.
Esa noche sería la cremà, hacía toda una vida que no había vuelto a vivir esto. La última vez fue junto a aquel joven de increíbles ojos verdes al que había amado con todas las fuerzas de su inexperiencia y al que nunca más había vuelto a ver. Esa noche de su lejana juventud, disfrutó de los fuegos del cielo y de las hogueras de la tierra mientras su cuerpo, recostado en el tibio suelo de la playa, seguía descubriendo los misterios de su cuerpo.
De pronto, recordó la imagen del castillo que, en aquellos lejanos días, había custodiado su amor.  Decidida, sus piernas se dirigieron hacia el monte que ahora, tanto tiempo después, se había convertido en una meca turística.  Cuando llegó al lugar, miles de recuerdos volvieron a su mente.
***
El cálido sol del otoño acariciaba su rostro. Recostada en su cama, se negaba a salir de allí temerosa de que sus padres descubrieran su horrible verdad. Federico se había ido hacía cinco meses y el embarazo ya se adivinaba bajo sus ropas. Solo su hermano compartía su secreto; pronto, sin embargo, todos lo sabrían.
«¿Dónde estás, amor mío?» pensaba la joven sin poder entender por qué el soldado no había vuelto a ella, no la había llamado, no le había escrito. ¿Cómo haría para enfrentar lo que vendría? Por suerte, pensaba, su madre se pondría de su lado y juntas irían a buscarlo. En su cándida existencia, no cabía otra posibilidad.
***
Desde la cima, Alicante se veía como un verdadero paraíso de colores. El gentío en las plazas y el mar de fondo formaban un paisaje maravilloso que Patricia no lograba encontrar en sus recuerdos. El castillo, muy lejos de aquella cárcel usada durante la República, se había convertido en un espectáculo turístico poco digno de sus recuerdos. Buscó un lugar en el cual refugiarse del fuerte calor del verano. Protegida por un antiquísimo cañón, apoyó su espalada y descansó su cuerpo.
De pronto, a lo lejos, vio venir al mendigo con el que se había encontrado el día de su llegada. Algo en el gesto de ese hombre le resultaba conocido y la inquietaba, no podía definir qué era; por ello, al verlo nuevamente, se puso en alerta. Temerosa, comenzó el descenso. En pocos días volvería a la Argentina, aún tenía mucho por hacer.
El vagabundo la vio partir, había perdido la oportunidad de recibir una cuantiosa limosna de la linda turista. «Otra vez será», se dijo, y caminó lentamente hacia otro grupo de turistas; hacía años que rondaba el lugar y era, por poco, el dueño del mismo.
***
Su jovencísimo cuerpo no pudo resistir el viaje en barco y la enorme tristeza de aquellos días. Patricia perdió a su bebé pocos días antes de llegar a la Argentina. Cuando su tía fue a buscarla al hospital en el que la habían internado, no creyó en lo que vieron sus ojos.
—Pequeña, —musitó— pequeña ¿cómo pudieron dejar que llegaras a esto?
Se acercó a la niña y la abrazó con fuerzas. «Mi hermana ha enloquecido» pensó. Y se juró no abandonar jamás a esa niña que había llegado a su vida para alejarla, para siempre, de la soledad en la que vivía.
Cuando la joven recobró un poco de sus fuerzas, ambas partieron hacia la estancia en la que vivirían. Las montañas del sur, el aire cordillerano y el cálido sol de la Patagonia ayudarían a Patricia a construir una nueva vida.
En España quedarían, para siempre, los recuerdos de los padres que la habían repudiado y el color verde de esos ojos hechiceros que jamás volvieron a buscarla.
***
Patricia y su hermano se propusieron dejar todo en orden antes de la partida. Debían desocupar la casa y acomodar los papeles de su padre. No sería una tarea agradable, pero se hacía indispensable.
Una empresa se encargaría de llevarse los muebles y ponerlos a la venta; sin embargo, ella debía desocupar todo. Al abrir el enorme ropero de su madre sintió que su cuerpo se paralizaba; allí, aún envueltas en suaves lienzos, descubrió todas las prendas que usaba de niña. Las tomó suavemente en sus manos y las acercó a su rostro, el perfume de su madre permanecía cautivo entre sus ropas; como un aroma lejano y gastado, percibió su propio pasado y rompió en un llanto incontenible. Imaginó, entonces, a su madre abrazada a ellas y pensándola. Un manto de paz le llenó el alma.
Horas después, ya casi todos los muebles habían sido desocupados. Solo faltaba el escritorio de su padre. Alberto se había ido a su trabajo y ella estaba sola en la casa. Sin muchas ganas, comenzó a vaciar los papeles y a clasificarlos según su importancia. De pronto, debajo del cajón central, percibió la existencia de un segundo fondo. Curiosa, buscó un cortaplumas que le permitiera separarlo. Lo que apareció allí abajo la dejó sin aliento.
Cientos de cartas de Federico, fechada hacía ya cuarenta años, se desparramaron por el piso de la habitación. Patricia cayó al suelo y demoró unos minutos en recuperarse. Cuando su hermano volvió, la encontró inmersa en la lectura de cientos de cartas de amor que nunca habían sido leídas; sus ojos no dejaban de llorar.
Esa noche, cuando comenzaba a ser encendidas las hogueras de Alicante, los hermanos se ayudaron a enterrar el pasado. Todas las cartas, las prendas de su infancia y las penas vividas fueron parte de una pequeña fogata que purificó sus almas. Luego, tomados de la mano, alzaron sus ojos al cielo y disfrutaron de la monumental palmera de colores. Era el fin de la fiesta, todo debía ser distinto en adelante.
***
El vuelo partió en tiempo y forma. Esta vez, los hermanos prometieron volver a verse pronto. Ya en el avión, la mujer sintió que había recuperado la paz; un sol suave y tenue entraba por las ventanillas y el cielo del atardecer lucía en todo su esplendor. Su mundo la esperaba.
En la tierra, un grupo de turistas descubrió el cuerpo de un mendigo que yacía boca abajo. Llamaron a un policía que se acercó a ver qué ocurría y, cuando lo dieron vuelta, comprobaron que ya llevaba varias horas sin vida.
En sus ojos, abiertos de par en par, refulgía la clara luz de la luna y se iluminaba el más bello color verde que jamás hubiesen visto.