viernes, 26 de agosto de 2016

FOGUERAS DE SANT JOAN, Malena Cartagena

Santos se asomó por la ventana del hotel, desde ahí, divisaba el majestuoso castillo de santa Bárbara, el intenso follaje del monte Benacantil.
Un persistente olor a jambas lo invadió, a lo lejos blanquecinas embarcaciones vadeaban los leves espumarajos que los cientos de virajes producían sobre las corrientes y estelas.
Abajo, estancado en el paseo peatonal, un quieto charco sobrenadando en él, inmensas hojas de un amarillo intenso.
Experimentaba esa vibración de Alicante, con alguna música que se fugaba por algún instrumento. Sus dolores parecieron ser degollados entre una suma de detalles cotidianos, calándole sus huesos.
El tiempo de angustias vividos anteriormente, en la ciudad, perecían en el colorido entreverado producido por largas lenguas de fuego, danzando por las lejanas fogatas de las playas, que bullían constantemente muy a pesar de su prohibición a expandirlas.
Lo distrajo de su contemplación la exagerada lentitud de un anciano, algo rendido ante sus limitaciones, quien se acomodó en una banca situada fuera del piso decorado.
Se ensimismó en el recuerdo, cuando huyó afanado de Alicante porque habían casado a su novia con un guardia civil, solo por tener un piso y coche.
Bueno, bueno ya él había adquirido hacía unos años un elegante piso de ciento cincuenta metros cerca al Puerto deportivo y un local aledaño en el primer piso, donde funcionaba una taberna y varias torres, más antiguas que los viejos pinos, pregonaban sus moldeados perfiles.
Ese repaso del tiempo le embotó en ese momento se sintió tiempo del tiempo, aspiró para realidades más inmediatas, como cumplir una cita ineludible a las seis de esa tarde.
Sabía que Mariana, su novia, le había endilgado al esposo a Santi, el hijo de ambos, pero esa era la menor de sus razones para tal encuentro.
Afuera un viento agitado producía entre los ventanales sendos silbidos, optó por bajar por las escaleras. Ya en el bar, un gran ventanal obsequiaba una exquisita vista del paseo de la Alameda; a pesar de la cantidad de caminantes, divisó a Mariana bordeando la acera para llegar a su encuentro.
Sintió ella era de lo más importante en su vida, siempre y mucho más en ese momento, la quietud de su rostro no traslucía el inmenso fogaje interior. No sentía sus rodillas, tan envaradas estaban.
Los ojos de ella le hablaron por si solos, recorriendo todo su cuerpo hasta su alma se sintió requisada, se percibía un ramalazo en su sentir algo endulzado por una ternura infinita.
—Hola Santos, espero no haber llegado tarde —dijo bajando sus párpados y fue su gesto inherente, tan añorado, quien lo estremeció.
—No, yo acabo de llegar también. Siéntate, Mariana.
Una intensa calentura le recorrió la espalda una apoteosis de riegos le fluían velozmente y el momento pareció detenerse ocioso y excitante.
En ocasiones el destino acontece lícito, posesionado de la realidad y, mientras algo en el ser se desmorona, Santos buscó esas manos tan anheladas y besó uno a uno sus dedos.
—¿Por qué me insististe que no trajese a Santi? —preguntó ella.
—Quería estuviéramos solos.
—¿Solos? pronto esto estará muy lleno, a todos les encanta este bar.
Santos frunció su boca y metió una de sus piernas entre los muslos de Mariana. Ella le apretó las manos y le lanzó un beso. Los hechos son los hechos y lo que sucede, simplemente, acontece. Un hombre con una pañoleta cubriendo sus cabellos se atravesó por las mesas, entonando una melodía:
«Amanecían en el naranjal...abejitas de oro. Sillita de oro para el moro y de oropel para su mujer. Amanecía en el naranjal. Está la flor azul...Isabel en las flores».
Las nostálgicas notas de Lorca parecieron embriagarlo, el éxtasis gestó su dictadura anegando los ojos de Santos. Todo pareció intemporal, las bocas golosas la lealtad, los cuerpos y almas concibiendo un momento perfecto y Mariana muy hermosa disfrutando una aparente rutina de enamorados, pareciendo existir solo el uno por el otro.
Literalmente, Santos se vio dentro de un circulo de absoluta trivialidad, ¿por el amor? ¿O por las visiones de  las fogueras de Sant Joant?
Los ojos de Mariana con brillos de cientos de anguilas, al son de los versos de Lorca, mientras los asistentes disfrutaban.
A Santos lo sacudió un vaho de supersticiones, incluso sintió sus deudos, una afición retórica sazonada de sangre y sacrificios anteriores a este su tiempo. Ahíto, pleno de versos y el rostro de Mariana, deslizó sus dedos por su fajón lleno de explosivos y hundió el encendido.
Todo estalló, como si fuese un advenimiento de todas las fogatas prohibidas. Rápidamente inmensas y rojas lenguas de fuego cobraron sus cenizas y Anubis parodió a Lorca y se gastó otros versos.
Paco, el mesero, salió trastabillando del baño, diciendo:
—¡Joder con esto de las prohibiciones!

Cayó al suelo desmayado, fue el único sobreviviente de ese bar en Alicante.

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