Santos
se asomó por la ventana del hotel, desde ahí, divisaba el majestuoso castillo
de santa Bárbara, el intenso follaje del monte Benacantil.
Un
persistente olor a jambas lo invadió, a lo lejos blanquecinas embarcaciones vadeaban
los leves espumarajos que los cientos de virajes producían sobre las corrientes
y estelas.
Abajo,
estancado en el paseo peatonal, un quieto charco sobrenadando en él, inmensas
hojas de un amarillo intenso.
Experimentaba
esa vibración de Alicante, con alguna música que se fugaba por algún
instrumento. Sus dolores parecieron ser degollados entre una suma de detalles
cotidianos, calándole sus huesos.
El
tiempo de angustias vividos anteriormente, en la ciudad, perecían en el
colorido entreverado producido por largas lenguas de fuego, danzando por las
lejanas fogatas de las playas, que bullían constantemente muy a pesar de su
prohibición a expandirlas.
Lo
distrajo de su contemplación la exagerada lentitud de un anciano, algo rendido
ante sus limitaciones, quien se acomodó en una banca situada fuera del piso
decorado.
Se
ensimismó en el recuerdo, cuando huyó afanado de Alicante porque habían casado
a su novia con un guardia civil, solo por tener un piso y coche.
Bueno,
bueno ya él había adquirido hacía unos años un elegante piso de ciento
cincuenta metros cerca al Puerto deportivo y un local aledaño en el primer
piso, donde funcionaba una taberna y varias torres, más antiguas que los viejos
pinos, pregonaban sus moldeados perfiles.
Ese
repaso del tiempo le embotó en ese momento se sintió tiempo del tiempo, aspiró
para realidades más inmediatas, como cumplir una cita ineludible a las seis de
esa tarde.
Sabía
que Mariana, su novia, le había endilgado al esposo a Santi, el hijo de ambos, pero
esa era la menor de sus razones para tal encuentro.
Afuera
un viento agitado producía entre los ventanales sendos silbidos, optó por bajar
por las escaleras. Ya en el bar, un gran ventanal obsequiaba una exquisita
vista del paseo de la Alameda; a pesar de la cantidad de caminantes, divisó a
Mariana bordeando la acera para llegar a su encuentro.
Sintió
ella era de lo más importante en su vida, siempre y mucho más en ese momento, la
quietud de su rostro no traslucía el inmenso fogaje interior. No sentía sus
rodillas, tan envaradas estaban.
Los
ojos de ella le hablaron por si solos, recorriendo todo su cuerpo hasta su alma
se sintió requisada, se percibía un ramalazo en su sentir algo endulzado por
una ternura infinita.
—Hola
Santos, espero no haber llegado tarde —dijo bajando sus párpados y fue su gesto
inherente, tan añorado, quien lo estremeció.
—No,
yo acabo de llegar también. Siéntate, Mariana.
Una
intensa calentura le recorrió la espalda una apoteosis de riegos le fluían
velozmente y el momento pareció detenerse ocioso y excitante.
En
ocasiones el destino acontece lícito, posesionado de la realidad y, mientras algo
en el ser se desmorona, Santos buscó esas manos tan anheladas y besó uno a uno
sus dedos.
—¿Por
qué me insististe que no trajese a Santi? —preguntó ella.
—Quería
estuviéramos solos.
—¿Solos?
pronto esto estará muy lleno, a todos les encanta este bar.
Santos
frunció su boca y metió una de sus piernas entre los muslos de Mariana. Ella le
apretó las manos y le lanzó un beso. Los hechos son los hechos y lo que sucede,
simplemente, acontece. Un hombre con una pañoleta cubriendo sus cabellos se
atravesó por las mesas, entonando una melodía:
«Amanecían
en el naranjal...abejitas de oro. Sillita de oro para el moro y de oropel para
su mujer. Amanecía en el naranjal. Está la flor azul...Isabel en las flores».
Las
nostálgicas notas de Lorca parecieron embriagarlo, el éxtasis gestó su
dictadura anegando los ojos de Santos. Todo pareció intemporal, las bocas
golosas la lealtad, los cuerpos y almas concibiendo un momento perfecto y
Mariana muy hermosa disfrutando una aparente rutina de enamorados, pareciendo
existir solo el uno por el otro.
Literalmente,
Santos se vio dentro de un circulo de absoluta trivialidad, ¿por el amor? ¿O por
las visiones de las fogueras de Sant
Joant?
Los
ojos de Mariana con brillos de cientos de anguilas, al son de los versos de
Lorca, mientras los asistentes disfrutaban.
A
Santos lo sacudió un vaho de supersticiones, incluso sintió sus deudos, una afición
retórica sazonada de sangre y sacrificios anteriores a este su tiempo. Ahíto, pleno
de versos y el rostro de Mariana, deslizó sus dedos por su fajón lleno de
explosivos y hundió el encendido.
Todo
estalló, como si fuese un advenimiento de todas las fogatas prohibidas. Rápidamente
inmensas y rojas lenguas de fuego cobraron sus cenizas y Anubis parodió a Lorca
y se gastó otros versos.
Paco,
el mesero, salió trastabillando del baño, diciendo:
—¡Joder
con esto de las prohibiciones!
Cayó
al suelo desmayado, fue el único sobreviviente de ese bar en Alicante.
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