miércoles, 14 de marzo de 2018

Mujeres 2018

LA CASA HABITADA
Biografías de mujeres para el 8 de marzo de 2018

Esta propuesta nace para conmemorar el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Para ello hemos escrito biografías de mujeres que, de una manera u otra, estuvieron ligadas a casas que las marcaron o donde dejaron su huella.


La mujer fuerte / NÚRIA BURGUILLOS

 Olga llegó al mundo en un pueblo del Sur de España un 22 de febrero de 1939. Lloró cuando los alaridos de su madre traspasaron los muros y las fronteras de la matriz y la expulsaron a un mundo inhóspito y desconocido. Sintió mucho frío y solo la bandera republicana donde la envolvieron proporcionó a la criatura un poco de calor. Escalofríos, la mortal ausencia de su madre y los aullidos de un perro flaco y feo le dieron la bienvenida a la vida.

Al cumplir los cinco años una familia adinerada del pueblo se interesó por ella y la rescataron del hospicio para que hiciera compañía a su hijita que necesitaba alguien con quien jugar. Hasta los diez años su vida transcurrió sin más sobresaltos, pero creció sin afectos, a excepción de los besos y abrazos de la pequeña niña rica. Un día de 1950 los señores le dijeron que ya no la necesitaban, que tenía que volver a la Casa de la Caridad. Ella, que ignoraba qué clase de casa era aquella, sintió muchísimo miedo. Lloró tres días y tres noches seguidas hasta que el señor se apiadó de la pequeña y la empleó en el negocio que regentaba. De esa manera Olga cambió la acogedora sala de juegos de su anterior vida por las dependencias de un hostal.

Empezó limpiando pero enseguida se convirtió en la ayudante de la cocinera. Los primeros años de su nueva etapa fueron duros, a pesar de que comía bien y dormía en un pequeño trastero con una ventana que le permitía observar el mundo real. Fuera la gente lo pasaba mal; hacía colas para pedir trabajo, para conseguir algo que llevarse a la boca y muchos vestían con harapos. Olga lo veía todo triste y de color gris. Muy pocas personas de las muchas que desfilaban por delante de sus ojos desprendían algo de luz. “El mundo es feo, tendría que ser de otro color”, pensó una mañana que una niña se paró delante de ella con un gran lazo rosa coronando su diminuta cabeza infantil. Aquel día vio la luz.

Pasaron los años sin pena ni gloria y poco a poco tomó conciencia de que la verdadera vida no estaba allí; eso provocó en ella un acceso de claustrofobia y la sensación de sentirse como en una prisión: “Algún día me iré”, pensó, sin atreverse a verbalizarlo aún. Los señores le proporcionaron una mínima educación, la estrictamente necesaria para defenderse en el negocio, y así fue como aprendió a leer y a escribir. Por lo demás, aquella vida sin luz transcurría sin grandes alegrías. 

Cuando faltaba un año para su mayoría de edad, alguien olvidó una libreta en la mesa del hostal. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar...”.  Esos versos manuscritos se impregnaron en su piel y fue incapaz de abandonar la lectura hasta devorar todo lo allí escrito. “Para Antonio Machado, poeta fallecido el 22 de febrero de 1939 en Collioure, pequeña localidad fronteriza francesa”, así acababa la narración. Olga sufrió un impacto brutal al saber que un gran poeta español murió el mismo día que ella nació. Durante días esperó con impaciencia que el dueño del cuaderno apareciera, necesitaba conocerlo, hacerle preguntas, saber más, pero eso no sucedió.

Al cumplir los veintiuno, metió cuatro cosas en una maleta y partió para siempre en busca de su destino. Tomó un tren hasta Valencia, otro hacia Barcelona y otro hasta la frontera. Desde allí se dirigió a Perpiñán y luego a Collioure, donde llegó cansada y asustada cinco días después. La estación de ferrocarril se encontraba en la parte alta de la localidad pero ella sabía que el cementerio estaba al lado del mar. No fue difícil localizarlo. A la entrada, una lápida cubierta de banderas republicanas evocó un lejano momento de su niñez, despertando en ella una tormenta de emociones y una corriente de sentimientos con el Poeta que condicionaría el resto de su vida.

En su cincuenta cumpleaños, Olga tomaba café crème en la mesa de la cocina, acompañada de un hombre mayor: “Al salir del cementerio pregunté a la primera mujer que encontré si sabía de algún sitio donde dormir. Por fortuna para mí, chapurreaba el castellano y me ofreció cama y comida en su propia casa: esta casa. Era su manera de apoyar a los españoles republicanos que visitaban a Don Antonio. Tras varios días de confidencias, de risas y de tristezas, Aimée me ofreció que me quedara con ella. Y así fue: me atrapó Machado, me atrapó Aimée, me atrapó esta casa y me atrapó la luz de Collioure. Sin darnos cuenta nos convertimos en madre e hija. Trabajamos juntas para sobrevivir y convertimos este lugar en hospedaje para viajeros con pocos recursos y cuando ella murió, me pidió que siguiera aquí. Entre las dos convertimos este lugar en un refugio. Juntas reformamos esta cocina y pintamos lo pintamos todo de rosa, nos gustaba mucho la luz.  Ahora mis hijas quieren darle otro color pero yo les he dicho que tendrán que pasar por encima de mi cadáver”.

—Así debe ser hija mía, me gustas, tienes el mismo carácter que yo.
—¿Por qué no viniste antes, papá? De niña siempre tuve la esperanza de que alguien me buscaría.

—Estuve preso treinta años. Cuando tu madre murió, nadie supo dónde encontrarme y perdí el contacto con el exterior. No tenía familia en España, solo a ella y a ti. Al regresar al pueblo cuando me liberaron no supieron decirme dónde buscarte, pero me quedé allí con la esperanza de recuperarte algún día. Cuando vi a Olguita  tuve la certeza de haberlo logrado; ha heredado la belleza soviética de mi madre, y se llamaba como ella y como tú. No sé si sabes que fuiste la primera niña del pueblo con nombre ruso y con un significado muy especial: lo sublime, lo invulnerable, lo inmortal, la fortaleza.

 

 

Por amor al arte / ALBA EVA GÓMEZ

 Los días grises habían terminado. Estaba muy feliz con la noticia que le dio la nona. Ya había tenido bastante con estar cinco años postrada en una cama. Ahora tendría que vivir. Y para eso le sobraban planes.

Elisabeta Monti pertenecía a una antigua familia genovesa, granjeros, desde varias generaciones. Nació en la casa familiar, la misma en la que vivió hasta ahora, una madrugada gélida, el diez de marzo del 1960. Eran nueve hermanos, cuatro mayores y tres menores que ella. Tres de sus hermanos habían emigrado, y volvían a visitarla, ya que ella vivía sola con su abuela, luego de la trágica muerte de sus padres.

Era una mujer de mucho carácter. Por eso aún estaba soltera. En su tierra tener cuarenta años y ser soltera es casi trágico. Pero ella se sentía cómoda. Se negaba a ser la típica ama de casa a quien se le controla todo, y de quien se espera una larga prole.Por eso rompió con Radu, un rumano que conoció en un restaurante local y del cual el era el gerente.
Dos años que fueron muy hermosos y apasionados, pero que le iban recortando con buen pulso los proyectos que ella tenía.

—Puedes trabajar amore—le decía Radu sabiendo que ella no lo necesitaba, pues tenía un patrimonio importante heredado de sus padres y su abuela era una mujer rica.

Ella quería otra cosa. Lo que no pudo ser. Soñaba con ver aquella enorme y vieja casa convertida en escuela de arte. Cerraba sus ojos y podía ver las jóvenes bailarinas con sus bellos trajes moviéndose grácilmente al son de la música. O podía oír las notas apuradas de los ejercicios de piano. O escuchar el ruido del lienzo siendo herido por un pincel.


No había lugar para horas de parto ni colegios de paga ni cumpleaños infantiles. Ni vacaciones en la nieve, ni discusiones inútiles para planear dónde pasar año nuevo. Elisabeta pelearía hasta el último aliento contra ese maldito cáncer por cumplir su deseo. A costa de estar sola.

Sus hermanos llegaron la tarde del dos de mayo. Una tarde ardiente y seca.
La casa estaba silenciosa. La nonna dormitaba en la salita de estar. La abrazaron con ternura y la anciana mujer pareció desarmarse.


—Ya duerme, dijo mientras una lágrima delgada se deslizaba por la huesuda mejilla.



 

 

La Granja / MIMI JULIAO VARGAS

Hoy es viernes, no hace sol a pesar de que es pleno verano y la tarde invita a dar un paseo. Cansada de leer una hermosa narración sobre cierta chica enferma en estado terminal que, entre otras cosas, me estaba deprimiendo mucho, bajé por las escaleras auxiliares de mi casa; tomando una sombrilla por si me sorprendía algún chubasco, salí por el callejón lateral aceptando la invitación que me hacía la tarde.


Hacía frío, y el viento era fuerte y cortante. Afortunadamente llevé mis gafas para protegerme del polvo. Sin rumbo y sin proponérmelo, empecé a caminar de nuevo en línea recta, lo cual era parte de mi fatídica obsesión. Así, ya un poco cansada por el ritmo acelerado que traía, me senté en un banquito rústico que se recostaba a un viejo árbol de roble, para descansar y aprovechar su sombra.


 ¡Cuánta paz, cuánto silencio! Aquí finalizaba la calle y comenzaba un sendero angosto que conducía a La Granja, aquellas antiguas ruinas de la edificación campestre que se transformaba, ante mis ojos cansados, en una amorfa figura dantesca y amenazante, y mi insólito cerebro reaccionaba fuera de control, lleno de fantasiosas figuras macabras de las cuales no podía sustraerme por más de que me esforzaba en hacerlo. Cargaba en mi subconsciente una fijación que se manifestaba como una paranoia constante. El descanso que pretendía disfrutar se transformaba siempre en la misma crispación nerviosa tratando de vencer mi pesadilla.

…Vivíamos los terribles años de tanta violencia en el país y yo era una jovencita, hija de los propietarios de La Granja, una acaudalada familia, herederos de antiguos latifundios por esos lugares, que disfrutábamos de todos los beneficios y comodidades de la hermosa hacienda. Siendo mis padres seres muy creyentes, no reaccionaron al notar que sus trabajadores iban paulatinamente levantando sus viviendas alrededor de la granja.
Por el contrario, mi madre se dedicaba a hacer labores sociales con las familias que ya eran numerosas. Murió mi padre y mi madre continuó viviendo en La Granja en compañía de la servidumbre ya que mi hermano mayor y yo partimos hacia la capital a seguir nuestros estudios universitarios.

La llamada telefónica a media noche me congeló la sangre. Intuía, desde hacía algunos meses, que la mala hora y la desgracia nos acechaban muy de cerca. La voz entrecortada gritaba por el teléfono, reclamando nuestra presencia en La Granja. Después de sufrir aquel primer impacto tan violento, vinieron desencadenándose muchos más. En el último recodo del camino aproximándonos a la granja, observábamos el cielo rojo con humo y el corazón me palpitaba tan fuerte que me faltaba aire. Pensé que no tendría valor para encarar tanto dolor. El pueblo, que ya estaba plenamente organizado y constituido legalmente por el gobierno local, ardía casi en su totalidad.


 “¡MADRE!”, fue el gemido que alcancé a emitir. Pero ella estaba viva y al frente de unas cuantas voluntarias atendiendo a los sobrevivientes de aquella infernal masacre. Humildes labriegos, víctimas de la avaricia de unos cuantos narcotraficantes, necesitaban las tierras que se encontraban ubicadas en la ruta diseñada para sacar la droga del país.

Unida al grupo de salvamento, improvisamos en La Granja un puesto de primeros auxilios a los heridos, mientras las ambulancias los trasladaban a los hospitales cercanos. Permanecí con mi madre, ya muy anciana, en La Granja, hasta sus últimos días. La soledad comenzó a hacer estragos en mi alma, y el encierro en aquellos altos muros carcomidos por el tiempo y el verdín, me convirtieron en una mujer muerta en vida.

¿Amor? ¿Qué podía guardar de mis ilusiones si fueron destrozadas la noche en que nuevamente incursionaron en el pueblo los mismos canallas, masacrando campesinos, y violando salvajemente a mujeres y niñas, y entre ellas a mí? Me convertí en una sombra fantasmal habitante de las ruinas, acompañando a las demás fuerzas espectrales que surgían de la nada en las noches oscuras, cuando entraban a guarecerse del frio o la lluvia bandadas de palomas y búhos, frecuentes inquilinos del ático.

De allí y en estas circunstancias me rescataron mi hermano y el párroco del pueblo. A ellos les debo mi vida. Aquí me quedé, pero actualmente sirvo como maestra en la escuela parroquial. Siento la necesidad de escribir, y eso estoy haciendo. Pronto sacaré a la luz pública un libro con las memorias de una loca.

Decidí regresar antes de que anocheciera, porque los ruidos y movimientos que hacían los nuevos habitantes de esas ruinas, iban a crispar aún más mis nervios ya alterados por la lectura que dejé en casa, cuando salí a buscar un descanso espiritual.

 

 

Rosario / JUANI MO

Era un día de octubre de 1912 cuando Rosario vino al mundo en una casa de campo, cerca del pueblo. Su madre, Concha, era una mujer muy enamorada de su padre, Manuel. El matrimonio tuvo además de Rosario tres hijos más. Rosario vivió una niñez feliz entre olivos y frutales del campo de sus padres, donde tenían una casita, muy rústica, sin apenas nada. Cuatro camas, una mesa con unas sillas y un fogón con un anafre donde guisar los potajes y pucheros, algunos cacharros y platos, un palanganero con un jarro y un pequeño espejo, una cómoda, un aparador y un ropero. Como casi todas las de aquel tiempo.
Pronto conoció el amor; puso sus ojos en un joven venido al pueblo con planta de galán. Rosario apenas tenía catorce años y Manuel diecisiete.
Su ventana se abría de noche para su amado la saltara y durmiera junto a ella. Tuvieron un hijo siendo muy jóvenes. Y hasta pasados siete años no se casaron. Llegaron dos hijos más. Rosario amaba locamente a su marido que se llamaba como su padre. Cuando nació su última hija, estalló la guerra en su país: España. Vivían en una choza de campo. Manuel luchó en el bando Republicano, tenía carnet del Partido Comunista.Cuando la guerra terminó Manuel fue declarado prófugo delincuente por ser comunista y por haber luchado en el bando perdedor. Su familia pasó a ser represaliada como familia de rojos.

Rosario pasó a vivir a la casa de sus padres en el pueblo. Con tres pequeñas criaturas y sin medios, la vida en el campo se le hizo muy difícil. Manuel fue condenado a morir fusilado, lo detuvieron en una de las visitas que realizó a su casa para ver a su mujer y a sus hijos. Lo llevaron en tren para, junto a otros presos, pasarlo por las balas en las paredes de un cementerio. Manuel, en un descuido de los vigilantes, se tiró del tren en marcha y, aunque perdió dos dedos y casi se mata del golpe, sobrevivió y llegó de nuevo hasta la casa donde Rosario lo esperaba desesperadamente.


Rosario pasó años llenos de angustia y necesidad y tuvo que recurrir a ventas de extra-perlo, en época de racionamiento de los alimentos más básicos como el pan o el azúcar. Se arriesgaba cada día a que la llevaran al cuartel y le quitaran los alimentos que revendía para sacar algunas pesetas y poder salir adelante con sus tres hijos. Sus padres habían perdido su finca debido a la afición del padre al vino y a los juegos de cartas en la taberna. Un día se jugó la finca y la perdió. Tenían una casa grande en un buen barrio del pueblo y en ella vivían todos sus hijos con sus parejas y sus descendientes. Llegaron a vivir en ella cuatro familias más los abuelos. La abuela Concha falleció pronto de una enfermedad que la dejó incapacitada para moverse. El abuelo Manuel lloró mucho por ella, ¡la quería tanto!

Manuel quedó en casa con Rosario, los demás hijos se mudaron con el tiempo a otras viviendas. Rosario vivió la posguerra entre la miseria y el miedo de que la descubrieran ocultando a su marido. Él pasó mucho tiempo en La Sierra, huido de los Civiles y represores del Régimen.  A veces, aparecía por casa donde Rosario lo escondía en un pequeño zulo que habían excavado debajo de la cama. Rosario tapaba el hueco de salida con la canasta de mimbre de la ropa para coser.

Contaba Rosario que estuvo año y medio metiéndose en el zulo, cada vez que alguien llamaba a la puerta, y sin salir de la casa. Un día, la Guardia Civil entró a la vivienda sin que a Manuel le diera tiempo de esconderse. Velozmente se metió detrás de las cortinillas del comedor, como no llegaban al suelo le quedaron los zapatos al descubierto. Rosario no podía respirar, mientras respondía al guardia que no había visto a su marido hacía mucho tiempo. El guardia rápidamente dijo al compañero que allí no había nadie, que se marchaban. Siempre agradeció aquel gesto, porque días después, éste le confesó a Rosario que había visto los zapatos.


Rosario, llorando, se abrazó a Manuel en cuanto salieron los guardias.
Pasados unos meses cogieron a Manuel y lo encarcelaron. Esperaba su fusilamiento, y volvió a escaparse. Se subió a un árbol que había en la puerta del penal, y allí pasó tres días y tres noches sin comer, ni beber, ni casi dormir. Bajó del árbol de noche y pudo llegar al pueblo. Rosario al verlo no pudo dejar de dar un grito. Manuel y Rosario vivieron entre persecuciones y sustos durante décadas. Manuel enfermó de cuerpo y de mente, tras los episodios de torturas y miedos vividos.


 Los hijos se casaron y dieron a Rosario y a Manuel muchos nietos. Vivieron años felices con ellos. Rosario se volvió una mujer de hierro, ajena al miedo y al riesgo. Realizaba las acciones más inverosímiles con los animales que tenía en su corral. Lo mismo ordeñaba a la cabra, ayudaba a parir a la yegua o cortaba el pescuezo al pollo para hacer la sopa el día de año nuevo. Nunca visitó la iglesia ni se maquilló. Su cabello negro se recogía en un moño bajo, la cara siempre despejada, dispuesta para la acción, la huida, el trabajo y la lucha. Tuvo Rosario dos abortos, uno de mellizos y otro de una niña. Nada de cuidados ni de médicos. Tenía un genio alegre y no conocía el sentimiento del ridículo, nunca se sintió avergonzada ni se detuvo ante un problema o dificultad. Siempre, por muy duros que fueron los tiempos, salió adelante con su ingenio para buscarse la vida. Sus hijos tuvieron una infancia muy difícil. Los tres enfermaron pronto. Salió adelante con todos, sin ninguna ayuda y señalada en el pueblo como “mujer de rojo”. Un gran inconveniente en la dictadura. Ella decía, que no era ningún delito ser de izquierdas.

La estancia principal de su casa  durante toda la dictadura la presidía un cuadro con la imagen de una mujer vestida con la bandera de la República. Y nunca lo quitó. Rosario realizó todo tipo de trabajos y rifas. Sus hijos y ella tenían que sobrevivir. Al final de sus vidas vivieron juntos hasta que un día Manuel se sintió muy enfermo y se quitó la vida.


Rosario enfermó cuando apenas cumplía cincuenta años. Un cáncer la carcomió durante años. Había aprendido a realizar asientos artesanos de sillas y se ganaba algunas pesetas con ello a la vez que ocupaba su tiempo. Pero nunca se rindió. Antes de morir cobró la pequeña jubilación y se mantuvo en su casa hasta el final de sus días. Dejó en su recuerdo una vida llena de superación y de valor que sus descendientes nunca olvidaron. Falleció en 1988.


 

 
 
 
 
Muy pronto publicaremos más biografías de mujeres en esta entrada