Apagué la luz al amanecer. Eva cogió el bloc pautado,
aliado de mi insomnio, y se dispuso a colorear las imágenes allí
plasmadas por negras y corcheas entre marcados renglones
negros. Cada nota en el pentagrama era una letra que
conformaba una sílaba negra, semejante a una hormiguita de la
hilera que, ordenadamente, desfilaba hacia el sur de los recuerdos
en busca de alimentos para saciar el hambre atrasada y, así, llenar
el vacío que suponía no volver a ver a quien se deseaba.
Ardua empresa para el canto plasmado en un bloc pautado
con un compás de amalgama, con el mal fario que trae la vieja
petenera de los tablaos flamencos.
Pero llegaba el día y, ya se sabe, cada amanecer trae consigo
la esperanza. La gente, pensaba Eva, se saluda al despertar el alba
y se desea buena jornada. Se pregunta:
―¿Lloverá? ¿Tendré buen día?
Para él, todas aquellas preguntas ya tenían respuestas:
No la saludaría, ni le desearía buen día. Sabía que llovería,
que vendría un viento fuerte y gélido del norte y, finalmente, se
quedaría sin salir de casa otro día más...
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