«Apagué la luz, cerré los ojos y me senté a volar».
Recostado en la penumbra, la carta de Marina bailaba entre sus
manos.
La primera vez que Marina cruzó la puerta del
consultorio, la angustia, el dolor y la derrota parecían impresos en
el profundo azul de su mirada. Había sido una mujer hermosa,
todavía lo era, las marcas de la vida no habían opacado su belleza.
Caminaba erguida, orgullosa e imponente; siempre lo había
hecho así. Tal vez, esta costumbre fuera un resabio de su
educación católica; tal vez, un recuerdo del andar castrense de su padre y de su abuelo; tal vez, la única forma de defenderse que
había descubierto en su infancia.
Esa cita fue extraña; nunca había podido hablar de lo que
sentía. El silencio, de muchas formas, había sido su aliado.
―¿Cómo estás? ―le preguntó el psiquiatra a su nueva
paciente. Entonces, un cúmulo infinito de sentimientos subió
desde las entrañas de Marina, se posó en su cerebro, paseó por su
mente, se transformó en palabras, se ordenó, cobró sentido y,
una vez acomodado, bajó por la garganta para fluir por los labios
en un claro y bello:
―Bien, muy bien. ―Palabras que manifestaban la síntesis
perfecta de lo no dicho, de lo que necesita surgir y se traba, de lo
que da miedo sacar o mostrar...
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