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El último festejo / Lau Valdez


Un sonido perturbador taladraba su cerebro; inmerso en un sueño hipnótico se negaba a buscar el origen del mismo; sin embargo, lentamente, fue abandonando el limbo en el que estaba y reconoció el punzante llamado de su teléfono celular. «Maldición, es mi día franco. ¿Ni siquiera hoy me dejarán en paz estos inútiles?», pensó Álvarez.
Sentado en la penumbra de su habitación, miró el reloj y se sorprendió por la hora, ya culminaba la tarde; sin duda había sido una noche intensa. El olor a alcohol y nicotina invadía todo el recinto; sobre el piso yacían ropas de mujer y de hombre, y restos de lo que parecía una orgía, se esparcían por allí. De inmediato, sus ojos se dirigieron a la joven que dormía a su lado, la miró durante largo rato y no pudo recordar su nombre.
El teléfono comenzó a sonar de nuevo. Se puso de pie y fue al baño. Evidentemente, su día franco había llegado a su fin.

***

A lo lejos se sintieron las sirenas; los vecinos, que poco a poco se habían acercado hasta allí, aseguraban que la familia Fuentes era muy tranquila, que nunca nada extraño ni violento había pasado con ellos y que los conocían desde hacía más de treinta años.
Al llegar, el inspector Álvarez vio cómo una multitud se amontonaba en los alrededores de la casa e impedía que los agentes realizaran el trabajo cómodamente. Enojado, se acercó a uno de los policías y le pidió que lo pusiera al tanto de los hechos. El joven oficial estaba un poco confundido, si bien la violencia doméstica no era una novedad en su trabajo, lo que había visto aquí era, en verdad, inaudito. ¿Estaban, tal vez, ante el más nefasto y horripilante asesinato? ¿O este era un casual suceso que superaba lo previsto?
Álvarez impuso su metro noventa y obligó a los vecinos a alejarse de la escena del crimen. «¿Cómo es posible, pensó, que estos inútiles no se den cuenta de que están destruyendo todos los rastros del caso?» Cuando entró en la casa sintió un fuerte ardor en los ojos y un vaho nauseabundo invadió sus narices.
La víctima, de unos setenta años, yacía tirada en el piso, el agua se había estancado a su lado, la radio había dejado de funcionar y el olor a carne quemada resultaba intolerable. La mujer, con aspecto desencajado, se abrazaba a su amigo de toda la vida. Álvarez observó atentamente la escena, evaluó las situaciones, calculó tiempos y movimientos e, inmediatamente, le pidió a los agentes que se los llevaran detenidos.
Creyó que había resuelto el caso.

***
Aquella era una familia de cábalas. Cada acción parecía desprenderse de un interminable sistema de costumbres y supersticiones arraigadas en lo más profundo de su ser y arribaban, casi siempre, a los mismos resultados.
La madre, una ama de casa dedicada y amorosa, se desvivía por satisfacer los mínimos deseos del esposo y el hijo. El padre, un fanático futbolero empedernido, había ido sumando tabúes y fe
tiches a la largo de su vida en la eterna búsqueda del triunfo futbolero. El hijo, claro, había heredado todos los tabúes de la familia y ahora, en la construcción de un nuevo hogar, debía lidiar con costumbres largamente enraizadas; y no era una tarea sencilla. Su joven esposa, sin embargo, lo amaba lo suficiente como para entender su interminable lista de supersticiones.
Pero cábalas son cábalas y aquel domingo no tenía por qué ser la excepción. Era el partido final, se decidía el campeonato y ambos estaban muy nerviosos.
—Viejo, tranquilizate, no hay modo de perder este partido. Estos pecho frío vienen jugando para atrás hace varias fechas —le aseguró Federico a su padre. —Sí, para atrás, para atrás —contestó, molesto y nervioso, el padre. —Como si no supieras cómo son estos cuando juegan con nosotros. —¿Lo vas a ver en la tele? —preguntó Federico. —¿Estás loco, vos? ¿Cuándo vimos una final en la televisión, decíme, cuándo? No nene, lo voy a escuchar en la radio, como he hecho siempre. Y más vale que vos también, no sea que perdamos. —Pero viejo, ya sabés que no me puedo quedar… Irene me mata. —¡Qué Irene ni Irene! ¿Qué es lo más importante, decíme, qué? —Viejo… —Viejo nada, vení que empieza.
Y así, padre e hijo, unieron sus cabezas para escuchar la final del Campeonato Nacional de Fútbol. Había mucho en juego. Federico no podía ver perder a su equipo, el fanatismo de su padre había calado hondo en su personalidad. Carlos, por su parte, tenía apostado un asado de magnitudes hercúleas a los amigos del club y estaba, también, aquella apuesta que le había hecho
Ramiro… Era inevitable, en estas instancias todo se salía de control.
Elena, ocupada en algunas tareas en la cocina, decidió llevarles un mate; al acercarse percibió, de manera inmediata, una profunda mirada de odio y miedo en los dos hombres de la casa.
—¿Qué hacés vieja, estás loca? Salí de acá con ese mate, por favor, salí ya… —rugió Carlos; y el equipo contrario metió el primer gol del partido. Ambos hombres clavaron sus ojos en la mujer que, incrédula, sostenía el mate en la mano.
Federico miraba a su madre y meneaba la cabeza en un claro gesto de fastidio y decepción; no importaba cómo ni cuánto lo repitieran, las mujeres nunca entenderían que, en el fútbol, las cábalas eran sagradas. Carlos no salía de su incredulidad, la miraba desencajado, con odio y furia.
Ella se volvió a la cocina con el alma transida de angustia; preocupada y pesarosa, lloraba en silencio. Lo había olvidado por completo, absolutamente. Tenía la cabeza puesta en la salud de Irene y la final del campeonato, y las cábalas familiares habían pasado a un último plano en sus pensamientos. Jamás habría ido al comedor con el mate si lo hubiera tenido presente. Sabía perfectamente cómo era que funcionaba aquello.
Recordó la primera final que pasó junto a su esposo; hacía tan solo dos semanas que vivían juntos y era plenamente consciente del fanatismo de Carlos. Cuando estaba por comenzar el partido, él prendió la radio y se sentó junto a la mesa con el mate y la pava listos para ser bebidos. Elena lo miró asombrada.
—¿Vas a cebarlos vos? —preguntó. —Siempre, mujer, siempre que juegue Boca los mates los cebo
yo. No importa lo que pase, quién llegue o quién se vaya. No importa si hace frío o calor; no importa si llueve, nieva, truena o corre viento, los mates, durante los clásicos, los cebo yo —dijo Carlos con el fanatismo transmutando sus ojos—.Y solo cuando mi equipo haga un gol, solo allí te alcanzaré uno.
Habían pasado cuarenta y cinco años desde ese primer partido y la ceremonia se había mantenido inalterable hasta hacía unos minutos. No podía creerlo, simplemente lo había olvidado por completo. La llegada de su primer nieto ocupaba todos sus pensamientos; no entendía cómo Federico estaba sentado a la mesa con su padre, escuchando un partido, cuando su esposa estaba a punto de dar a luz.
Fue su único hijo, buscaron otros, pero no llegaron. Así, se crió como el niño mimado de mamá y consentido de papá. Tuvo siempre lo que quiso y maduró poco y tarde. Cuando cumplió cuarenta años los padres creyeron que el “nene” viviría con ellos para siempre; por eso, la llegada de Irene a su vida fue una maravillosa noticia para todos. Poco después, cuando anunciaron la próxima llegada del bebé, la felicidad fue absoluta. 
Sin embargo, el nene caprichoso aparecía en los momentos más inesperados e Irene acudía a su suegra como a un único refugio. La había llamado por la mañana para contarle que habían visto al médico el día anterior y el parto era inminente… ¿Cómo era posible que la dejara sola por una final de fútbol? «Algunas cosas no se rigen por la razón», pensaba Elena.
El grito de gol y el sonido del teléfono sonaron al unísono. Los alaridos del comedor se mezclaban con el insistente timbrazo y Elena quedó aturdida durante una fracción de segundos. Cuando se dirigía a atender vio aparecer a su esposo con la felicidad dibujada en el rostro y un mate en la mano.

—Los empatamos, vieja, los empatamos justo cuando terminó el primer tiempo —gritaba como un chico el hombre grande. La esposa lo miró con la ternura que se mira a un niño que acaba de encontrar su juguete favorito y contestó la llamada. Era Irene, había comenzado el trabajo de parto.
El ambiente se enrareció de forma inmediata. El padre, por un lado, y la madre por el otro, enfrentaron a Federico. En el medio de la cocina se produjo una discusión de magnitudes titánicas, los gritos de Carlos y los llantos de Elena perforaban los tímpanos de Federico que no sabía qué hacer. El partido estaba en el entretiempo, habían quedado empatados y la final de la copa se definiría en los próximos cuarenta y cinco minutos. Irene, por su parte, debía acudir inmediatamente al hospital. Los dos argumentos se cruzaban con la misma fuerza en el ambiente; dos de los momentos más importantes de su vida se instalaban como una encrucijada frente a él.
Federico bajó la vista y habló de manera contundente:
—Me voy con Irene.
Elena rompió en llanto y corrió a abrazarlo, no sabía cómo agradecer la acertada decisión de su hijo. Carlos explotó de furia, no podía creer la necia determinación de Federico. Con la cabeza gacha, recogió el mate que había quedado sobre la mesa y volvió a sentarse junto a la radio; desde allá gritó fuerte y claro:
—Que nadie aparezca por acá hasta que termine el partido ¿se entendió? —y quedó, solo y amargado, esperando el inicio del segundo tiempo.
Elena continuó con las labores en las que estaba enfrascada desde temprano. Se sentía un poco más tranquila, sabía que Federico había hecho lo que tenía que hacer y estaba segura de que Carlos, al finalizar el partido, recapacitaría sobre su actitud. Una brizna de rebeldía cruzó por su cuerpo, pero, por lo pronto, se aseguró de no acercarse a su esposo hasta que este la llamara.
La tranquilidad volvió al hogar, apenas se percibía el sonido del relator del partido y el sonido de los trastos en la cocina. De pronto, un golpe de tensión sacudió los electrodomésticos y un silencio absoluto se instaló en la casa, fue solo un momento, y no pasó otra cosa; pero un extraño olor se fugaba hacia la calle por las ventanas del frente.
Una hora después, cuando creyó que ya había terminado con todo, Elena decidió salir; su esposo no daba señales de ningún tipo. Esto no era algo insólito, cuando perdía su equipo, Carlos se hundía en un mutismo absoluto y podía pasar horas sin emitir una palabra y sin moverse del lugar en el que estaba.
Debía ir a comprar algunas cosas que le faltaban y, de paso, pasaría a saludar a su hermana. Luego llamaría a Federico, no quería preocuparlo con su ansiedad. Salió por la puerta trasera, cerró con llave y se fue a la calle. 

***

Eran amigos desde la infancia y lo siguieron siendo en la adultez; compañeros de travesuras primero, fueron compinches en todas las alegrías y tristezas que les deparó la vida. Una sola pasión, el fútbol, los había distanciado algunas veces; pero por poco tiempo. Es que el fanatismo no tiene lógicas, y ambos eran fanáticos de distintos clubes de fútbol.
Ramiro fue el padrino de bodas de Carlos y el tío postizo de Federico. De haber conocido a alguien como Elena hubiese podido construir su propia familia, pero cada una de las mujeres que llegaron a su vida nunca pudieron pasar esa prueba. El hombre, entonces, se resignó a amar a Elena en silencio y a querer a Carlos más que a su propio hermano. Cuando nació Federico fue, para él, el hijo que nunca tuvo.
Esa tarde, caminaba cabizbajo hacia la casa de su amigo, la final de fútbol había sido esperada con ansias; de ganar su equipo podría exigirle a Carlos una ofrenda formidable; pero si ganaba el equipo contrario, la vergüenza sería interminable. «Hombres grandes, pensó, hombres grandes apostando estas cosas». Y su memoria voló al dichoso momento.
—Lo que quieras, lo que quieras te apuesto —aseguró Carlos con el fanatismo plasmado en el rostro—. Esta final sí que la ganamos nosotros. —Pero qué van a ganar, si a lo único que le ganan es a las figuritas —le contestó Ramiro, con no menos seguridad en sus palabras.
Y así, una palabra llevó a la otra, un grito llevó a un insulto y ambos terminaron discutiendo enfurecidamente en el bar del pueblo. Los otros paisanos observaron con preocupación la disputa; no sería extraño que llegaran a los golpes, ya había pasado otras veces. Pero esta vez no, esta vez, de todo esto, surgió la dichosa apuesta.
Cuando se produjo el gol de la victoria, en el minuto cuarenta y tres del segundo tiempo, ambos hinchas sufrieron una enorme conmoción y sintieron que el corazón dejaría de latir.
Ramiro, desesperado, se vio a sí mismo en la situación más ridícula de su vida. «¿En qué momento, Señor, en qué momento se me ocurrió aceptar la apuesta? ¿En qué cabeza cabe la idea
de dar una vuelta sin ropa por la plaza central del pueblo un sábado al mediodía?», pensaba compungido mientras resolvía qué hacer. Sin dudas, su amigo lo llamaría ni bien terminara el partido para lanzar contra él todas las burlas del universo. «Mejor ser más rápido, pensó, mejor ir ahora mismo a su casa. Quién sabe, tal vez estén Elena y Fede» y hacia allá partió Ramiro.
Miles de ideas cruzaron por su cabeza; una más temible que la otra. Caminaba lento, pesado, contando uno a uno los pasos que daba para prolongar el momento del encuentro y la sarta interminable de bromas que recibiría ni bien golpeara aquella puerta. ¿Estaba dispuesto a tolerar todo aquello?
Siguió caminando.

***

El barrio entero estaba conmocionado. No podían creer lo que estaban viviendo; nunca, en los largos años de convivencia, algo tan siniestro había sucedido allí.
El olor a carne quemada se había expandido por las calles y había invadido todas las viviendas que tenían sus ventanas abiertas. Los vecinos se asomaron a la vereda buscando la causa de ese olor tan nauseabundo; de a poco, fueron dilucidando el origen del mismo hasta llegar a la puerta de la casa de los Fuentes. Golpearon la puerta y tocaron el timbre, pero nadie contestaba. Entonces, decidieron llamar a la policía.
Cuando los agentes derribaron la entrada se encontraron ante un panorama inesperado y repugnante. En el suelo, con la mitad de su cuerpo carbonizado, yacía Don Carlos; el ambiente estaba viciado por un humo negro y fétido. Sus manos aferraban con fuerza el mate, que se había volcado a su lado, y la radio había caído sobre el agua de la pava, esparcida en el piso.

En la puerta de entrada coincidieron Elena y Ramiro. Ella irradiaba una imagen feliz, acababa de nacer su primer nieto; él parecía dispuesto a aceptar todos los chascarrillos que Carlos estuviera dispuesto a hacerle. Ambos, ante la tragedia, quedaron petrificados; ambos, inmediatamente, fueron considerados sospechosos del homicidio de don Carlos.

***

El hartazgo era un rasgo de la verde mirada del inspector. La vida le había dado golpes, disgustos, derrotas y pérdidas. Su trabajo nunca fue lo que él creyó que sería. Hoy, nuevamente, creyó encontrarse ante otro caso de odios, pasiones desencajadas, hastíos e intolerancias.
Los monitores le permitían observar atentamente a los dos acusados. La esposa lloraba de forma desencajada; ¿estaría arrepentida del terrible crimen cometido? ¿Era ese un llanto sincero o tan solo lágrimas de cocodrilo? ¿Se había cansado de tolerar el fanatismo y las cábalas de su esposo?
El amigo miraba pensativo hacia la nada. Su mirada y su actitud no le permitían hacer ninguna especulación.
Álvarez se puso de pie y, con paso cansino, se dirigió a la sala de interrogatorios en la que estaba el amigo; este tenía la actitud más sospechosa. Luego interrogaría a Elena.
***
¿Cuándo había visto a don Carlos por última vez? ¿Qué podía decir de la pelea que habían mantenido hacía pocos días? ¿Dónde estaba cuando su equipo perdió la final? ¿Por qué, sabiendo que sería el foco de interminables bromas, había ido hasta la casa? Las preguntas se agolpaban en la cabeza del amigo, que no reaccionaba.
Todos los vecinos lo señalaron como al responsable del crimen. Todos hablaban de los fanatismos enfrentados y del temor de que alguna vez las cosas se fueran de las manos. Todos creyeron que había sido un acto pasional.
Ramiro, en absoluto silencio, continuaba con la vista perdida.

***

¿Dónde estaba cuando su esposo cayó al suelo? ¿Cómo se fue sin ir a verlo? ¿No escuchó, acaso, el golpe del cuerpo al caer? ¿Y el olor, no percibió el fétido olor que se desparramó por la casa? ¿No advirtió el golpe de tensión eléctrica? ¿No se interesó por saber cómo iba el partido, sabiendo del fanatismo de su esposo? ¿En verdad pretende que creamos que este es un simple accidente doméstico? ¿No se da cuenta de que estamos ante lo que se podría llamar un crimen perfecto? Las preguntas aturdían a la mujer, que no salía del shock.
De nada sirvió que explicara sus razones. ¿Cómo creerle que ella no podía ir con su esposo hasta que él no la llamara? ¿Cómo explicarles los años y años de cábalas, tabúes y supersticiones que rodeaban cada partido de fútbol? ¿Cómo decirles que no había modo de que hubiera sabido lo que pasaba en el lugar en que su esposo escuchaba la radio?
***
La autopsia determinó que la muerte se había producido por culpa de una falla cardíaca, resultado de una emoción violenta. El fallecimiento se produjo a las 16 horas 43 minutos; exactamente el momento en el que el club de sus pasiones ganaba el Campeonato Nacional de Fútbol. No alcanzó a llevarle el mate a su amada esposa.

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